Estaba tirado boca abajo, con la cara recostada en una piedra, invadido por el olor acre de los zopes y perros jiotosos que lo daban por muerto. Era la segunda vez, en siete días, que lo hallábamos así: dormido, quieto, perdido en el tiempo, con el cuerpo embarrado de lodo y moscas, gimiendo de agonía como animal herido, con los brazos pegados al pecho para impedir que se le saliera el corazón. La primera vez, una mueca de dolor perforaba su frente de cobre corrugado, pero hoy lucía sereno, sin agonía, como si acabara de terminar una tarea pendiente. Abrió los ojos con temor, y nos pareció que no quería hacerlo. Apretó con odio los párpados y, durante una hora, se mantuvo callado y con el cuerpo tieso para impedir que lo levantáramos del lodo, tal como había permanecido los tres días después de la tragedia. Alguien, a su espalda, dijo: Usted es el único sobreviviente, y entonces abrió los ojos. Es un milagro de Dios que esté vivo, don Fidel, dijo, la misma voz.
No sabía qué día era, y el estar vivo le parecía más un castigo que un milagro, un castigo cruel que lo condenaría a deambular sin tiempo, ni espacio, en las riberas de un río hostil, con la vista agachada, como si estuviera buscando, en sus aguas revueltas y crecidas por el temporal de las tres tormentas, un objeto perdido. Su mente estaba en blanco, como si alguien hubiera lavado en una piedra sus recuerdos anteriores al lunes. Se levantó como pudo, y en su sorda mirada se podía adivinar que no reconocía a nadie, y que no quería ser reconocido por nadie, sintiéndose culpable por haber sido hallado así: con vida y solo; solo y con vida; con vida por fuera, y muerto por dentro. Es mejor que no le digan nada todavía, él va a recordar cuando Dios quiera, le aconsejaron, a su familia, la que procedió a guardar el vaho funerario y el llanto pendiente. Todavía no es hora, Fidel, dijeron, a su oído, y cuando volvió la cabeza, no vio a nadie.
Poco a poco, a medida que transcurría la semana, los recuerdos fueron llegando, de puntillas, hasta su cabeza atribulada, de la mano de una niña de ocho años que, en silencio, acariciaba los surcos más gruesos de sus mejillas, cuando él, cansado de tanto sol, se dormía en la hamaca al entrar la noche. Sin saber por qué, los recuerdos venían cargados de dolor, de inenarrable dolor. El sábado por la noche le prometió, juntando sus manos callosas, llevarla al pueblo al día siguiente, y la niña salió corriendo en busca de su muñeca de trapo y del vestidito blanco con el que, descalza, había hecho la primera comunión un mes antes. Sí, mi niña, no importa que amanezca lloviendo, le dijo. Don Fidel, sacudió la cabeza con rencor para lanzar lejos la imagen alegre de la niña que, había recordado, era su nieta. Fue un milagro de Dios que sobreviviera, le recordaban, a cada rato, para hacerlo sentir especial entre todos los hombres, pero él, al oírlos, se sentía maldito -¡sí, maldito!- sin saber por qué. Doce días después de haber sido hallado, todo empezó a aclararse en su mente.
Esa noche de la segunda vez, se acostó en la hamaca sin cenar, y, fumándose un puro interminable, repasó los minutos previos a la pérdida del sosiego. El domingo por la mañana, después de juntar, en un pañuelo blanco, los pocos centavos que había ganado con la venta del maíz, se fue al pueblo con su nieta para que se subiera a los juegos mecánicos que, como rara novedad, habían llegado en ocasión de las fiestas patronales. Salieron del cantón a las seis de la mañana, en el viejo camión de don Blas, pactando con él un viaje redondo. Ya en el pueblo, oculto en un plástico verde, se dedicó por completo a reflejar la alegría fuera de este mundo de su nieta, diciéndole: adiós, adiós, en cada vuelta que daba la rueda de caballitos. La alegría irreal de ambos fue tanta, que se olvidaron de la insistente lluvia, y se acordaron de comer hasta bien entrada la tarde. Se sentaron en una banca del parque, y en ella le juró, con una cruz en los labios, que el próximo domingo regresarían de nuevo: pero esta vez traeré más dinero, mi niña, aunque no coma un mes, le dijo. A las seis de la tarde, tal como estaba pactado, abordaron el camión de don Blas. La lluvia se convirtió, al otro lado del toldo, en un fuerte diluvio que había elevado la furia del río, convirtiéndolo en una avalancha de lodo y piedras que se llevaba todo a su paso. Don Fidel, salió volando de la cama del camión, y cuando levantó la vista, escarbando en la oscuridad, vio los brazos de su nieta que se hundían a lo lejos, sin poder hacer nada por salvarla, ¡nada!, sintiendo que se le desgarraba el corazón con cada grito: ¡abuelo! ¡abuelo! Cuando lo encontraron tirado en el río, dos días después y tres leguas más abajo del puente, no recordaba nada.
Desde la hamaca, escuchó de nuevo los gritos de su nieta y, sin decir nada, se puso sus botas de hule y se dirigió al río en busca del milagro que lo había salvado a él, oyendo que, a sus espaldas, alguien le decía: ya es hora, Fidel. Llegó a la orilla del río y, sin pensarlo, se sumergió en su torrente inofensivo, y los recuerdos terminaron de llegar a medida que se hundía.
¿Qué haces aquí, abuelo? le preguntó, temblando de frío. Él, la abrazó con todas sus fuerzas mientras le decía: perdóname la tardanza, mi niña, he venido a ayudarte a pasar el río y a traerte tu muñeca de trapo. Don Fidel, supo que había llegado al otro lado cuando, al volver la vista atrás, vio su cuerpo tumbado sobre la arena junto al de su nieta.
Fue entonces que lo hallamos tendido por segunda vez, sobre el lodo, sobre el dolor, sonriendo satisfecho. Estaba con la cara en paz, abrazando una muñeca de trapo.