René Martínez Pineda.
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Ha sido un largo y sinuoso camino, el de mi conciencia, y será aún más larga la espera, porque a la melancolía le gusta torturar a la memoria. Han sido muchos los años –digamos cincuenta- y muchos los días recorridos en el imaginario del almanaque de Bristol, para llegar a concluir que la utopía es horizonte: la veo, la dibujo, la huelo, pero nunca la toco. De miércoles a domingo, la historia le cantó a la utopía: “si la muerte pisa mi huerto”, para saber si estaba viva.
¡Puta, cuánta nostalgia prendida del alma, como hiedra psiquiátrica! Traicionar a los traidores es la más hermosa de las paradojas, la más inexorable de las misiones políticas. La historia del país, contada desde el otro lado de la acera (ese lado oscuro transitado por los descalzos, los reprimidos, los pobres, los feos, los locos, los traicionados, los que, en 1972, tomaron las armas para desarmar a la dictadura) cabe en una hora, en una urna electoral con himen, en un gesto de desconsuelo frente al ataúd que me pide echarle la primera palada de tierra, para consumar lo que consummatum est; para cerrarle los ojos a los compañeros caídos en la lucha. La historia frustrada cabe en una hora. En una hora exacta de un miércoles inexacto, me nació el corazón cuando un disparo rompió la calma. A las cinco de la tarde en punto, la noche imperaba en las calles que la sangre bautizó como 30 de julio de 1975. Eran las siete de la mañana en punto en las calles, en los cerros, en las huelgas, en las aulas, en las urnas expropiadas por los encomenderos.
Al niño que fui, le mancharon de rojo la azucena blanca de su conciencia, libélula rebelde que emigraría del plomo a la tinta indeleble, a las cinco de la tarde en punto. Una cobija de cal mortuoria fue la profecía del lunes 15 de octubre de 1979, a las siete de la mañana en punto, hora fatídica en la que tomó posesión una junta revolucionaria de gobierno parida para frenar la revolución; hora en la que un Foro Popular sintió el vaho de la traición futura, como halitosis legislativa. Las cinco de la tarde en punto, es la hora en que inicia el escrutinio final de las balas, de los votos, de los golpes de Estado sacados de la manga del uniforme de un coronel pedorro. El país era muerte, y era fraudes, a las siete de la mañana en punto que vaticinaba traiciones en la consigna no dicha en la marcha del martes 22 de enero.
La memoria traiciona cuando tiene más olvidos que recuerdos, pero ese no es mi caso -¡no lo es!-, ya que pertenezco al grupo de los que no pueden olvidar. Voto. Bomba. Diputado. Ladrón. Utopía. Traición gestada en los bolsillos de los tipos rojos y amarillos de la peor calaña. No olvido que no voté en las elecciones del 28 de marzo de 1982, y por eso –a pesar de que ya estaba probada en la entrada del cine para mayores de 18 años- no estrené mi cédula de identidad, debido a que, en esos días, la lucha social estaba lejos de la urna dominical y del escrutinio de un fraude anunciado en la pus del patético “soy carbonero que vengo…” En ese momento, lo revolucionario era impedir la solapada continuidad de la dictadura militar a través de los partidos genocidas y su Constitución sifilítica. Ese día, el viento se llevó la nube blanca de las papeletas marcadas en los cuarteles, para garantizar el triunfo de los diputados constituyentes de ARENA y el PCN, quienes –aún con el aroma a incienso de la misa que extrañaba las homilías que, Monseñor Romero, iniciaba a las cinco de la tarde en punto- eligieron a d’Aubuisson como presidente de la cueva legislativa… y, en abril, eligieron como presidente de la República, a las siete de la mañana en punto, a un tal Álvaro Magaña. Y el plomo inoxidable que no entendía de democracias electorales, sembró cipreses y privatizaciones, a las cinco de la tarde en punto de los años 90. Se aparearon las hienas con los zopes para evadir la extinción inminente. A las siete de la mañana en punto, hienas y zopes fueron igualados por el genoma humano de la corrupción. Y entonces, el brazo de un mártir, olvidado por los traidores escarlatas, ondeaba la bandera que reescribe la historia, a las siete de la mañana en punto.
El sábado 11 de noviembre de 1989, retumbaron los tambores de la utopía, a las cinco de la tarde en punto, hora en que inician las ofensivas hasta el tope y finalizan las votaciones. Durante todo el siglo XX, e inicios del XXI, los escrutinios del humo blanco ejecutaron la decisión tomada a espaldas del pueblo, a las cinco de la tarde en punto. A esa hora, firmaron un acuerdo el traidor y el financista. En una esquina sospechosa, grupos de silencio armado se prepararon para darle armas a la utopía, a las siete de la mañana en punto de 2019. A las cinco de la tarde en punto de un jueves 16 de enero de 2022, las víctimas sustituyeron a los victimarios, para darle sentido a lo que inició con un balazo y terminó con cien mil muertos. Unos años antes, el chacal funesto y engreído enseñaba los colmillos y el hocico salivoso, a las siete de la mañana en punto del asilo.
Pero el sudor de la desilusión se derramó cuando los desempleados del parque Libertad, y las láminas viejas de los tugurios, olvidaron el rostro del candidato de sal del bipartidismo, a las cinco de la tarde en punto; la peste de la corrupción, puso sus huevos en los fétidos ministerios, y las heridas de los votantes sangraron, a las siete de la mañana en punto de los centros de votación en los tiempos de falsa paz.
A las cinco de la tarde en punto de la paradoja de 2019, emitimos el último voto que lo cambió todo, cual revolución democrática. Un féretro con alas de zompopo de mayo, es la cama del monstruo de dos cabezas, a las siete de la mañana en punto. Huesos quebrados y trompetas de júbilo, sonaron en los oídos del pueblo y en las narices de la oligarquía. El perro rabioso de la impunidad, ladró sus últimos dolores frente a las urnas selladas. El curul del infame, tiritó de agonía al sentir las mordidas de su gangrena. Las heridas del pueblo ante la traición consumada, por tres décadas, quemaban como brasas ardientes en el conteo de votos; el gentío rompió las viejas papeletas, a las cinco de la tarde en punto en que el pueblo descubrió el poder de la tinta indeleble. Eran las cinco de la tarde en punto en los relojes del escrutinio final; y eran las siete de la mañana en punto, en el domingo de resurrección de la dignidad que ese año cayó el 3 de febrero.