Por René Martínez Pineda.
Constatar, in situ, la masiva participación política de los ciudadanos, para darle un respaldo abrumador a Nayib Bukele (84.7%), a Nuevas Ideas (54 de 60 diputados) y al plan de nación que impulsa (cuyo sustento sociológico llamo reinvencionismo), es constatar un salto de calidad en la cultura política democrática que, al ir más allá de las urnas y las promesas electorales, nos ha hecho entrar, de forma tardía, en el siglo XXI. Hasta 2019, los partidos políticos jugaban al “ladrón librado” y al “cuartillo de aceite” de la falsa polarización entre ellos (en tanto eran habitus electorales antagónicos que, en la intimidad del concubinato neoliberal, eran lo mismo), mientras en las calles y comunidades existía una polarización, tan real como cruenta, entre víctimas y victimarios: nosotros, las víctimas; ellos, los victimarios.
En ese contexto, el 4 de febrero se ratificó, en las urnas y en el imaginario popular, al nuevo grupo gobernante, y el escrutinio final reveló que el reinvencionismo -encarnado en Nayib- se constituyó en el referente nacional (e incluso latinoamericano) de un pueblo que anhela la transformación social a imagen y semejanza de lo público y de la seguridad ciudadana. Al respecto, el papel de Nayib ha sido crucial en la política nacional al liderar, con la irreverencia como bala de plata, la rebelión electoral que le puso fin al bipartidismo de facto y, unos meses después, a la triste condición de ser el país más peligroso del mundo, lo cual se logró con la participación política de la población y con el apoyo de una Asamblea Legislativa amigable y comprometida con ello.
En esta coyuntura de tiempo-limbo (limbo en el sentido en que, día a día, se está reivindicando a quienes fueron asesinados en el camino y quedaron varados en el purgatorio de la impunidad) en la que nuestro país es el primer ensayo de reinvencionismo en América Latina, hay que señalar cuatro factores elementales y sui géneris. El primer factor es, sin duda, la construcción del país más seguro de la región continental, en torno a lo cual empiezan a pulular los partidos visionarios de los otros países que sufren ese mismo flagelo. El segundo, es la guerra contra la corrupción -venga de donde venga- ya que, por sus efectos, la corrupción está en el nivel de crimen de lesa humanidad; el tercero, es haber juntado orgánicamente la movilización ciudadana con la motivación social sin fronteras, y ambas con la acción parlamentaria hegemónica por las deudas históricas que fueron silenciadas por el miedo; y, por último, hay que citar la acción parlamentaria coherente con la visión de futuro del presidente Bukele, lo cual llevó a la ciudadanía a darle la súper mayoría a Nuevas Ideas para que operativice la acción del poder ejecutivo.
Todos esos factores -imperfectos, pero en busca de la perfección, lo cual es una tarea lenta- son la carta de acreditación del nuevo grupo gobernante en el país, grupo que inició siendo la expresión de los “milennials”, y que hoy ha sido asumido, como propio, por todos los grupos etarios de la población bajo la consigna: “lo público tiene que ser mejor que lo privado”, consigna que signa y persigna al “reinvencionismo” como una lógica política que va siete pasos adelante del llamado “progresismo”.
Y es que la seguridad ciudadana (traducida como “tiempos y cultura de paz” en el territorio, y no en el discurso demagógico) ha sido el eje articulador y potenciador de la reinvención del país, seguridad ciudadana que los partidos de oposición han visto como su principal enemigo, debido a que vivieron de la sangre y las lágrimas de los salvadoreños, y eso los llevó a convertirse en una oposición obsesionada con volver al pasado (que el pasado no pase), y en una oposición negacionista del daño causado al no confesar que sus partidos y aliados son los autores intelectuales de la gran conspiración de sangre, la cual tenía como gendarme electoral la restricción de votantes (por eso no le permitían votar a la diáspora), y la desmovilización electoral que usaba el miedo y la violencia social como armas disuasivas.
Al mismo tiempo -bajo la forma de una guerra electoral entre la democracia de las víctimas y la democracia de los victimarios- los “tanques de pensamiento”, las ONGs administradoras del dolor ajeno y los medios de comunicación ligados a la oposición han mantenido, fielmente, una campaña agresiva -en el límite de la perversión retórica- por mostrar el logro de un país seguro como algo negativo para el pueblo, y como algo contrario a la Constitución, obviando que el fin último de ésta es el bienestar de la población, esa es su hermenéutica más profunda, vital y fascinante. Fue, precisamente, la búsqueda por construir un país seguro la que produjo que, como acto inédito, la ciudadanía le diera la mayoría calificada a Nuevas Ideas en 2021 (56 diputados de 84) y la súper mayoría en 2024 (54 diputados de 60), ambos hechos como algo sin precedentes en la historia electoral salvadoreña, y ambos hechos, también, como la expresión contundente del rechazo a una oposición que quiere que el pasado vuelva a pasar, la que -cuando tenían mayoría en la Asamblea Legislativa- le montó un gobierno paralelo al presidente Bukele, y hasta querían destituirlo del cargo. Ese fue, precisamente, el error garrafal de la oposición, una oposición a todas luces obtusa y, sobre todo, anti-pueblo.
Por otro lado, a la victoria más que apabullante de Nayib y de Nuevas Ideas, hay que sumarle la inapelable revocatoria de mandato y de existencia política sufrida por el FMLN, el que la población considera como “el partido de la traición más grande de la historia”, debido a que su vigencia en la política legal estuvo montada en todos aquellos que dieron su vida en la guerra civil de los 80s. Ahora bien, el compromiso de Nuevas Ideas, al ser hoy un partido hegemónico, es reinventar el parlamentarismo, en un escenario abierto, en el que la voz de los debates debe ser sacada directamente del pueblo, y eso se logra dándole a éste un espacio de deliberación sin más restricciones que debatir sobre cómo construir un mejor país. En ese sentido, el reto del nuevo grupo gobernante es consolidar su poder político como derivado del poder cultural, pues esa es la premisa de la hegemonía.