jueves, 1 mayo 2025
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Escrito en una servilleta: Cuando sepan que descanso en paz

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"Cuando sepan que he resucitado, como hombre nuevo de brujerías jodidas, (...) pronuncien mi nombre, todos mis nombres, porque podré colgármelos con pretérito orgullo": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Cuando sepan que mis victimarios están, con la desnudez apropiada, refundidos en una cárcel de máxima inseguridad, y sin opciones de salir bajo fianza, ni con medidas sustitutivas o putativas, pronuncien mi nombre mientras dibujan en la ventana: un rostro, una abeja, un pan recién horneado, unos pies sin coturnos… y un unicornio azul de alas drásticas y ojos almendrados; pronuncien mi nombre, cualquiera de mis millones de nombres, porque -al estar encarcelados ellos, y yo haber encontrado el centro del laberinto de los locos- me quedará bien cualquiera, y ninguno me pondrá en peligro de ser ajusticiado, constitucional e impunemente, por el matarife que salió del estómago de un bagre con cara de ballena.

Cuando sepan que la impunidad, y su demonio hermenéutico, fue conjurada con una prueba del puro, en plena sala de lo constitucional, y mis victimarios estén soltando la lengua, y dando direcciones, en la sala de interrogatorios de un poema sin frío… pronuncien mi nombre, mis millones de nombres, porque cada uno de ellos me distinguirá de las cosas que me abrazarán, como hiedra peculiar, cuando descanse en paz bajo la sombra de un crimen resuelto y castigado. Cuando los vean con la cabeza hundida, pronuncien palabras extrañas: tumba, lápida, mayo, poesía, madre, muerto sospechoso, desaparecido documentado, suicidio, clavicordio. Hasta el día de hoy, la mala conciencia de los jueces desdentados, me incomoda más que la conciencia del pecado de no escribir otro poema de amor a la medusa de pelo rojo, para usarlo como recurso de amparo que recoja la justicia, como quien recoge una colilla de cigarro, antes de que la María Pintura zarpe en el último buque que lleva, de contrabando, a las víctimas sin victimarios confesos.

Cuando sepan que he resucitado, como hombre nuevo de brujerías jodidas, entre la ceniza de los recursos de amparo desamparados en los archivos de los chivos expiatorios, y mis victimarios, soñando en que todavía son francotiradores de carca, estén naufragando en la sodomía de las literas de la cárcel, pronuncien mi nombre, todos mis nombres, porque podré colgármelos con pretérito orgullo, y mi sangre (que corre con rumbo desconocido si mis victimarios no son sumergidos en saliva venenosa), no será portadora de viejos tedios y nuevas súplicas, ni estará en la mira de los que, por treinta monedas de arena y sal, traicionaron al pueblo, ni estaré bajo la lupa inquisidora de los pobrecitos poetas que -cuando leen el discurso por los premios literarios que se reparten, entre ellos, como tarjetas de navidad- confunden la pupusa con la hipotenusa. Y entonces, sólo entonces, habrá alguien a quien golpear, y restregarle en la cara, una rica puteada pequeñoburguesa, justo en la estrecha ferocidad de su ofensa de lesa humanidad, sólo comparable con un codazo dado, a Dios, para reafirmar la impunidad constituyente.

Cuando sepan que, a mis victimarios, les duele mi muerte, y los asustan los gestos de coraje del pueblo; cuando la Tierra dé otra vuelta sin mí, en busca de mí, pronuncien mi nombre -mis millones de nombres, pues tengo el nombre de todos los guanacos hijos de la gran puta- ya que, al oírlo, mi angustia ya no llorará por las noches para fingir que descanso en paz, para que mis hijos encuentren la paz, sabiendo que mis victimarios deambulan por la laberíntica sinuosidad de la traición cometida, a sangre fría, para vengarse de sus breves erecciones sin párpados ajetreados.

Cuando vean que sacan mi cuerpo, desnudo, de una tumba desconocida que supo esperar el turno del ofendido, en la ribera de la risa de la diosa de la poesía, que es fuerte y universal, pronuncien mi nombre, todos mis nombres, para que mis victimarios se pudran en una cárcel en la que, el peligro, es una conspiración vocinglera que anda en busca de los que, más allá de los barrotes, eran los niños mimados de la corte suprema de justicia que, con su silencio negligente, ha ajusticiado, durante medio siglo, a la poesía, y nos ha ahogado en la filosofía de la ingratitud.

Cuando sepan que mis victimarios se ven más feos en el banquillo de los acusados, griten mi nombre, todos mis nombres, que empiezan y terminan con una metáfora que descansa en la paz de los gerundios de los verbos de la primera conjugación jurídica. Griten mi nombre, porque, suspirando, podré decir que he salido, por fin, de la caverna de las víctimas sin victimarios que fue, durante muchos años, una fosa común y taciturna.

Cuando caminen por las calles del centro histórico y, de reojo, crean haberme visto leyendo un libro levemente odioso, en el Café Bella Nápoles, siéntense conmigo a degustar una malagueña con sabor a resurrección; y cuando se corra el rumor de que me han visto desnudo, en mi habitación, sorbiendo la tarde con la noticia de que el recurso de amparo, que ampara a la poesía, por fin fue aceptado… pronuncien mi nombre -mis seis millones de nombres- de espaldas a la noche.

Cuando sepan que mis victimarios están metidos en la cárcel para el confinamiento de los traidores y cretinos maravillosamente vestidos, pronuncien mi nombre, para celebrar juntos que la justicia, aunque tardía, ya no es, para mí, una botella a la deriva sin su mar, ni una sociópata de la impunidad, ni un fúsil sin balas de plata, ni un cuerpo sin sombras aromatizadas con capullos de mariposa y hierbabuena. Cuando sepan que he muerto, porque sólo se muere cuando uno es llorado y enterrado, de cuerpo presente, por sus seres queridos, recuerden mis poemas matinales que ofendían a los ofensores que le tenían fobia a la concreta verdad que, sin sospecharlo, estaría presente en las homilías del fuego martirial del Romero que, con un gesto, abrió las calles y avenidas y corazones del país, para que supiéramos que pensar a solas duele, así como duele no saber dónde está enterrada la sonrisa de quienes amamos hasta lo indecible.

Cuando sepan que a mis victimarios les llegó la hora de la justicia, será la hora de las confesiones íntimas en las que, con la cabeza baja y el alma avergonzada, diremos “yo no hice nada porque los asesinos de Roque fueran encarcelados”, como cuando hoy decimos “yo tuve ladillas aberrantes”. En esa hora del ave Fénix, lo único que nos absolverá del pecado de la omisión será decir: perdóname, poesía, por no haberte ayudado a reivindicar al mejor y más hermoso de tus hijos.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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