Por René Martínez Pineda.
Parto del infalible y pecaminoso supuesto de que la palabra, cuando ésta busca la sábana blanca de la página virginal, debe ser tratada como la mujer que tanto se deseó de joven, en silencio y a solas, porque es entonces cuando sin pensarlo nos entregamos y debemos a ella, sin miseria ni miserias, debido a que ese acto creativo se parece mucho al momento de la muerte que genera vida y, como por arte de magia, restablece la adictiva pureza y perfección urbanística del lirio, que es como decir que es el momento de la grandiosa construcción del descubrimiento de la metáfora incendiaria. Siendo así de lapidario y fornicario, los analistas anales deberán, por teologal mandato, ponerse en cuclillas y chulones frente al pueblo para que sean analizados y juzgados por él, uno a uno, pero sin armar molote mientras esperan que coreen su número -¡número 69, pase el número 69!- de ponerse frente al trizado espejo de la justicia social, único momento que tendrán para pedirle clemencia a las víctimas de sus análisis anales.
Y a esa hora -pero ya será tarde, se los digo- se oirá el quejido de las estupideces y depravaciones dichas, y se juntará a él -hablo del quejido- el crujir de dientes de lo que no se analizó ni se dijo para estar junto al pueblo, porque como analistas anales se dedicaron a corromper las agujas del reloj para que se empecinaran en repetir los cruentos minutos de los victimarios que eyaculan cuando tienen un billete de a dólar al alcance de la mano… y entonces tomará la palabra la mediocridad con que se apoyó el imperio de la violencia; y entonces hablará la tranca cacofónica con que se impidió abrir la puerta de la identidad cultural del ciudadano sin ciudad, e impidió acceder al paredón donde se fusilaba al hambriento para cambiarlo por el responsable de provocar el hambre colectiva; y entonces dará su testimonio el cuarto oscuro en el que se conspiraron los análisis, igual de oscuros, que le imputaban el crimen a las personas olorosas a pueblo trabajador; y entonces la palabra, poniendo su tilde derecha sobre la biblia, dirá todo lo que sabe sobre los sifilíticos gerundios de los análisis que encubrían las complicidades de tinta roja con servilismos azules; y entonces la rigurosidad gramatical dirá su versión de las mentiras dichas por los analistas anales que cohabitan con el verdugo de las ilusiones… y luego de oídas todas las pruebas de cargo y sobrecargo de las mentiras soeces de sus análisis matutinos, vespertinos y nocturnales, el pueblo dictará sentencia y dictará los análisis.
Y es que, cuando a uno se le mete el diablo de la vengancita de hacer cuentas cabales y hacer un recuento de las “eses” y las heces derramadas en los escritos de los analistas anales (durante cuya redacción se hacen pipí con sólo pensar en lo lindo que sería que los nombraran ministros de cualquier cosa, (digamos de educación y uñas acrílicas, pero con presupuesto suficiente como para salir de la pobreza), todas sus palabras cobran sentido y cobran estipendios. No está en su agenda de tinterillos hablar sobre la inocencia del pueblo, ni describir con hipérboles drásticas su celeste esplendor que, como manto sagrado, cae del cielo, y mucho menos denunciar, en sus análisis anales, la gran conspiración que lo expulsó del paraíso de los tres tiempos de comida y de los días sin homicidios, y por eso, luego de pasar por el espejo, el pueblo irá a buscar el trapiche más grande de San Vicente para meter ahí esos análisis y dejar sólo el bagazo de los analistas que, con la azúcar amarga de sus puntos suspensivos, llagaron la garganta colectiva y envenenaron con la disruptiva de su diatriba hepática los ojos de los transeúntes, y no contentos con eso, les rompieron el tímpano con sus gritos de protesta de perico prisionero porque no les han dado un cargo que, por considerarse a sí mismos como candidatos a Premio Nóbel, creen merecer, o al menos merecen picar en do menor.
Pero, desde ya les digo a esos analistas anales que, ni de los sobrevivientes de la gran masacre de las tres décadas, ni de los que esperan justicia en sus tumbas sin coordenadas, habrá perdón, ni perdoncitos, para ese uso purulento de la palabra. El pueblo, como Justo Juez de la Noche, saldrá a las calles para rebatir de nuevo las oscuras conclusiones a las que llegan en sus aburridos textos sin contexto; abrirá su profundo pecho atiborrado con las homilías justicieras del profeta más hermoso del mundo y sin decir: ¡golpe avisa, cabrones! los lapidará con democracia en los asientos en los que esperan que el pasado no pase… y entonces, pobrecitos analistas anales, serán desenmascarados por quienes no usan máscaras a la hora del laberinto; y serán puestos de cuclillas y chulones para que oigan la sentencia popular y suelten un pedito que, como último análisis de lo que sucede en el país a pesar de su inmundicia analítica y anal, le ponga el punto final a sus palabras.