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Entre la resignación, el fatalismo y la esperanza del homo consumens

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Por Roberto Herrera

En la naturaleza existen millones de seres vivos los cuales pertenecen a cinco grandes grupos que la ciencia biológica conoce como el reino animal, el reino vegetal, el reino de los hongos, el reino protoctista y el reino móneras. Todo ser vivo es un consumidor de alimentos, a través de los cuales obtiene, por medio de procesos metabólicos simples o complejos, la energía necesaria para vivir, desarrollarse y reproducirse. Por lo tanto, todos los que habitamos el planeta tierra somos consumidores por naturaleza.

Ahora bien, el único animal en la tierra que se destaca por ser un consumidor empedernido es el homo consumens, máquina devoradora de recursos naturales renovables y no renovables. Insaciable especie que se encuentra dispersa a lo largo y ancho del planeta, y desgraciadamente, en estado de proliferación permanente y exponencial. Por lo tanto, no es de extrañar que el homo consumens sea la unidad básica y fundamental en la sociedad de consumo. Es obvio, que, sin él, el diversificado mundo industrial y el mercado no serían fuente de beneficios y exorbitantes ganancias para unos pocos. Está demostrado que el complejo industrial químico-automovilístico-militar junto con las plantas atómicas son los sectores que más daño le han causado y le seguirán causando a la naturaleza.

Aunque el “consumo” en sí, no es la causa primaria de las asimetrías sociales ni tampoco del desequilibrio o desorden ecológico en las últimas cuatro o cinco décadas, sí juega un papel importante dentro de la maquinaria industrial y es, a su vez, una de las variables esenciales que afecta la ley de la oferta y demanda, que es el principio básico en que se funda la economía de mercado. Es por esta razón que el homo consumens  se ha convertido en el blanco principal de los estrategas en mercadotecnia. La batida les ha resultado muy fácil a los cazadores del homo consumens, es decir, a los productores y a los comerciantes, astutamente asesorados por experimentadas y especializadas agencias publicitarias, conocedoras de la psiquis consumista humana. Los psicólogos publicitarios han sabido aprovecharse de manera inteligente y eficaz de las más sensibles debilidades del ser humano, especialmente, de la vanidad y la codicia, para condicionar su conducta de manera clásica, tal y cual lo hiciera el ruso Pávlov con sus perros.

Sin embargo, el dilema de la sociedad de consumo no es consumir o dejar de consumir. Más bien, soy de la opinión, que el gran reto del hombre y la mujer en la sociedad moderna actual y el de las futuras generaciones radica en la capacidad de aprender a vivir y convivir en sociedad y en armonía con la naturaleza. En este sentido, sí el  homo consumens  reflexionara antes de consumir un producto cualquiera, es de esperar que haga las del príncipe danés Hamlet y que exprese taciturno con una calavera de homo consumens en las manos: “To be a conscious consumer or not, that’s is the question”.

¿Cuáles serían los efectos en el mercado, si fuéramos consumidores conscientes y compráramos por voluntad propia aquello que queremos o necesitamos?  O, por el contrario, ¿Quién se beneficia cuando somos presa fácil y nos dejamos seducir por los mensajes subliminales del mercado que nos condicionan a comprar cosas (a crédito o al contado) que no necesitamos y que, en realidad, tampoco queremos comprar?

Estamos viviendo una época en la cual las catástrofes naturales y las provocadas por la mano del hombre, como el calentamiento global, han ido cada vez más en aumento, de tal manera, que no hay ninguna razón para sentirse tranquilo y seguro en el sofá o en la hamaca de su hogar. Si sumamos a este ambiente catastrófico la pandemia causada por el SARS CO V2, es comprensible, pues, que millones de personas expresen su preocupación, su temor y su desconfianza en las instituciones políticas, y, en definitiva, pienso yo, en el ser humano.   

Entre la resignación, el fatalismo y la esperanza del homo consumens moderno, me quedo con la esperanza que los seres humanos sí somos (y seremos) capaces de ir cambiando poco a poco la sociedad. Pienso así, no por romanticismo revolucionario o por miopía político-económica o por desconocer la naturaleza humana, sino porque observo y analizo lo que está sucediendo a nivel mundial con perspicacia. Son muchas las antorchas que están iluminando el túnel oscuro en que se ha trasformado la sociedad moderna. La lucha por la paz, la lucha por los derechos humanos, la lucha por los derechos de los animales, la lucha por el agua, la lucha por el medio ambiente, la lucha contra el gran capital financiero, la lucha contra el racismo, el sexismo y la exclusión de genero, la lucha emancipadora del movimiento feminista, la lucha contra la violencia de género, etc. etc. Sin olvidar aquellas medidas político-económicas tomadas hace un par de décadas que han sido exitosas, como la lenta recuperación de la capa de ozono, el cierre completo de plantas atómicas o la limpieza del río Rin. Todos estos ejemplos son válidos y constatan que sí es posible construir un mejor presente y un futuro esperanzador. Si bien no es mucho ni tampoco suficiente, pero peor es nada. ¿O?

En fin, son tantas las trincheras cavadas en todo el mundo, en las que todos los homo consumens conscientes podemos encontrar un lugar ad hoc, acorde a los intereses y necesidades particulares, para contribuir desde allí a la construcción de un mundo mejor, en el que la paz ciudadana, la concordia, la justicia social y el derecho de   vivir en armonía con la naturaleza sea lo que nos haga más humanos.

A pesar de estar consciente que muchos de los daños causados al medio ambiente en el pasado por el hombre son ya irreversibles, como lo es el cambio climático, no pierdo la confianza en el ser humano. No obstante, y a pesar de la gravedad del calentamiento global de la tierra, no caigo en el fatalismo ni en la resignación kafkiana ni en el nihilismo de Nietzsche. Los terrícolas todavía tenemos futuro.

No le parece, estimado lector, que es una buena y bonita forma de consumir los años de vida que tenemos haciendo algo bueno para uno mismo y para los demás.

Al menos así, digo yo, el CONSUMO (racional) tendría un carácter emancipador y, por lo tanto, revolucionario.  

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Roberto Herrera
Roberto Herrera
Columnista y analista de ContraPunto. Salvadoreño residente en Alemania. Ingeniero graduado en electrotecnia, terapeuta ocupacional independiente con especialidad en pediatría y neurología. Narrador y ensayista.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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