NUEVA YORK – Asustados por la COVID-19, los estadounidenses no solo vaciaron de papel higiénico y pasta las góndolas de los supermercados, también compraron más armas que nunca. Aparentemente, muchos de estos recientes compradores, nunca habían adquirido antes una.
Los lobistas de la industria estadounidense de armas quieren que las armerías sean consideradas «indispensables», como las tiendas de alimentos y la farmacias. Varios estados ya lo han aceptado, al igual que el Departamento de Seguridad Nacional. Jay Pritzker, gobernador de Illinois, declaró que «los proveedores y vendedores minoristas de armas de fuego y municiones, para la seguridad», efectivamente deben poder continuar brindando estos supuestos artículos de primera necesidad.
Cuando de armas se trata, hace mucho que el resto del mundo cree que Estados Unidos está un poco loco. Pero hay algo particularmente extraño en este reciente apuro por comprar armas. Los conservadores y los amantes de las armas invocan la historia, la tradición y el texto de la Constitución estadounidense de fines del siglo XVIII para defender su derecho a portar cualquier cosa, desde una pistola Glock G-19 hasta el popular rifle de asalto AR-15. De hecho, hasta hace muy poco, la interpretación común entre los académicos estadounidenses del derecho era que la compra de armas por personas «para defenderse a sí mismas, a sus familias, sus hogares negocios y bienes» —como a duras penas logró presentarlo Lawrence Keane, vicepresidente sénior de la National Shooting Sports Foundation (Fundación Nacional de Deportes de Tiro)— distaba de ser la intención de los fundadores de EE. UU.
Quienes redactaron la segunda enmienda a la Constitución estadounidense insistieron en 1971 en que: «Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas». El origen de este derecho se remonta al período posterior a la Revolución Gloriosa en Inglaterra, cuando las milicias protestantes fueron autorizadas a portar armas para proteger al régimen parlamentario contra una monarquía tiránica.
También en EE. UU., las milicias de ciudadanos armados eran consideradas un baluarte necesario contra un estado federal despótico. El enemigo potencial era lo que al presidente Donald Trump y sus partidarios les gusta llamar el «estado profundo», un gobierno federal desmesurado al que nunca se le debe permitir que pisotee los derechos de los amantes de la libertad.
Esto es muy distinto de los motivos de quienes compran rifles de asalto «para defenderse» en la era de la COVID-19. Lo más temido ahora no es el gobierno, sino el desorden resultante de una economía que colapsa por la crisis sanitaria.
Esa anarquía se asemejaría a la guerra de «todos contra todos», contra la cual Thomas Hobbes, traumatizado por la guerra civil inglesa, advirtió en el siglo XVII. Para mantener la paz y una sociedad civilizada, sostenía Hobbes en su Leviatán, los ciudadanos deben resignar su soberanía y, con ella, el derecho al uso de la fuerza, a un estado todopoderoso. Las democracias actuales no son todopoderosas, pero exigen el monopolio del uso legítimo de la fuerza, al igual que los dictadores, por supuesto.
EE. UU. es la gran excepción. Es cierto, al presidente brasileño Jair Bolsonaro le gustaría emular a EE. UU. Aun cuando la mayoría de los brasileños se opone a la propiedad privada de armas, Bolsonaro tuiteó recientemente: «¡No se puede seguir violando el derecho a la legítima defensa propia!» Durante el primer año de gobierno de Bolsonaro se vendieron más armas que nunca en Brasil. También se cometen más asesinatos con armas en Brasil que en la mayoría de los países.
Al gobierno federal estadounidense, en todo caso, nunca se le confió el monopolio del uso de la fuerza armada. Pero, en gran medida, se hicieron esfuerzos —aunque no siempre exitosos— para limitar la violencia restringiendo los tipos de armas que las personas pueden poseer y los tipos de personas que pueden poseerlas. Hasta la década de 1970, la Asociación Nacional del Rifle (National Rifle Association, NRA) era un organización de entusiastas de las armas centrada en la seguridad de las armas de fuego.
Se hicieron varios esfuerzos a lo largo de los años para ampliar la segunda enmienda y reconocer el derecho de las personas, no solo de las milicias, a portar armas. Cuando un ladrón de bancos llamado Luke Miller desafío una norma federal en 1934 que controlaba la compra y venta de ametralladoras a través de las fronteras estatales, la NRA apoyó la decisión de la Suprema Corte de mantener la interpretación original de la Constitución y permitir que la norma siguiera vigente.
Pero luego la NRA, provocada por uno de esos pánico periódicos que impulsan a tantos estadounidenses a comprar armas, cambió su postura para convertirse en radical proponente de la posesión privada de armas. Y cuando una gran cantidad de estadounidenses entra en pánico, suele haber cuestiones raciales detrás.
Una violencia aterradora fue desatada por los miembros armados del Ku Klux Klan a principios de la década de 1860, cuando los blancos sureños intentaron restaurar la jerarquía racial a la que habían tumbado el fin de la esclavitud y la Reconstrucción en los antiguos estados confederados. Esto resultó en una retórica paranoica sobre la amenaza que representaban los hombres negros contra los bienes y las mujeres de los blancos. Después vinieron los fusilamientos y linchamientos.
En la década de 1970 resonaron los ecos de esa situación cuando la resistencia blanca a la integración escolar ordenada por los tribunales llegó a su punto máximo. De hecho, lo que realmente empujó a la NRA hacia la política activa y el cabildeo en favor del derecho de las personas a portar armas fue la ampliación de los derechos civiles de los afroamericanos durante la presidencia de Lyndon Johnson. Esto llevó a que los demócratas del sur se pasaran al partido republicano, a la participación activa de los cristianos evangélicos en la política de derecha y a la exigencia de una nueva interpretación de la Segunda Enmienda. Las imágenes de los revolucionarios de las Panteras Negras con armas para defenderse contra el racismo parecían confirmar los peores miedos de muchos blancos.
Años de cabildeo y engatusamiento por parte de la NRA, junto con la continua radicalización del partido republicano, finalmente dieron sus frutos en 2008, cuando cinco jueces de derecha de la Suprema Corte dictaminaron (contra los otros cuatro) que la segunda enmienda garantiza el derecho de las personas a portar armas para proteger «el hogar y la vivienda».
La «guerra» contra la COVID-19, declarada tardíamente por Trump, no es a primera vista lo mismo que el resentimiento racial hacia las minorías. Pero el temor a la anarquía es el miedo al populacho pobre y desesperado, carente de empleo y atención sanitaria. Es el miedo a una guerra de todos contra todos… o tal vez no todos.
La gente con miedo, no solo en EE. UU., busca chivos expiatorios, que suelen ser personas con un aspecto distinto. Pueden ser negros. Pueden ser asiáticos. Como concluyó correctamente Hobbes a partir de su experiencia en la guerra civil, una sociedad armada es el peor resultado posible. Con un presidente que prospera agudizando las divisiones, es una perspectiva que debiera asustarnos a todos.
Traducción al español por www.Ant-Translation.com
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