Hace 24 años que se firmaron los Acuerdos de Paz, sin duda alguna el documento socio-político más importante después de la Constitución de la República. Cuando se piensa en los problemas del país en la actualidad –especialmente, en los de inseguridad, pero no sólo en ellos— es inevitable no mirar hacia aquel momento de esperanza, a partir del cual se creía que todo sería distinto, pues el país comenzaría a transitar hacia la democracia. Abundan los análisis sobre los errores que se cometieron en materia económica y social a partir de 1992; se ha discutido hasta la saciedad cómo la apuesta por la democratización política no se complementó con una reforma económica de envergadura que diera lugar a una sociedad más justa e inclusiva. Por aquí hay una vía explicativa de los problemas sociales que actualmente nos aquejan.
Hay algo, sin embargo, en lo que no se insiste lo suficiente, y es en la erosión institucional que se arrastraba desde antes de la guerra civil, que continuó con ésta y que se profundizó en el marco de las reformas neoliberales impulsadas por las administraciones de ARENA (1989-2009). Es necesario prestar atención a este tema, ya que puede ayudarnos comprender mejor cómo fue que llegamos a la situación actual en materia de desborde del crimen y debilidad del Estado para enfrentarlo eficazmente.
En aquel 1992, la apuesta fue por el Estado de derecho, la democracia, el respeto a los derechos humanos y la legalidad. Veníamos de una guerra civil y, antes de la guerra, del autoritarismo militar. De este último, nadie comprometido con la democracia quería saber nada. Y, precisamente por ello, uno de los objetivos de los Acuerdos de Paz era la desarticulación de las estructuras represivas del Estado, particularmente de los llamados “cuerpos de seguridad”. La nueva policía –la Policía Nacional Civil— reflejaba el nuevo espíritu democrático del cual se quería empapar a la institucionalidad estatal.
La apuesta que se estaba haciendo era inédita en la historia del país. Pero casi desde el principio de la nueva experiencia histórica las cosas no iban saliendo como se suponía que tendrían que salir. Entre 1994 y 1997, un nuevo tipo de violencia –bautizada como “violencia social”— comenzó a cobrar auge, asociada a un creciente desarrollo de la criminalidad que ya en esos años cobraba cuotas de vidas humanas semejantes de las del presente. Esto ha sido examinado en detalle en distintos estudios académicos de la época. O sea, después de la firma de la paz, el Estado de derecho –bautizado después como “Estado constitucional de derecho”— y la cultura política democrática no cobraban vida, sino todo lo contrario: abusos, violencia, crimen, irrespeto a la legalidad y anomia eran la regla de oro en esos tiempos de transición-consolidación democrática (1992-2000). Y la injusticia económica, la desigualdad, la concentración de la riqueza y la pobreza seguían marcando la realidad nacional como en los años setenta y ochenta.
Las cosas no estaban saliendo como fueron planeadas por quienes pensaban que a partir de 1992 la democracia y el Estado de derecho serían realidades plenas en El Salvador. En distintos estudios se ha señalado que se tomaron decisiones equivocadas en materia económica y social. Lo más grave fue la gestión económica que los gobiernos de ARENA hicieron en función de los “ricos más ricos de El Salvador”.
Pero, ¿no es un factor a considerar la debilidad institucional con la que se debían encarar los desafíos de la postguerra no sólo en el ámbito económico, político y legal, sino en el social?
Cabe la sospecha que en El Salvador de los noventa, como en tantas otras épocas de su historia, se abanderó un marco jurídico político ideal de transformación social que se olvidó de las dinámicas sociales (y económicas) reales, que terminaron por desbordar ese marco ideal. Veamos, por un lado, cómo era la sociedad salvadoreña que salía de la guerra; y, por otro, reflexionamos sobre la legitimidad de la institucionalidad estatal no sólo en el contexto de la guerra, sino una vez que ésta finalizó.
Se trataba de una sociedad, en cuyo seno se habían generado comportamientos y prácticas ajenas al autocontrol y el sentido de los límites. Dejando de lado a las comunidades de repobladores, cuyo vocación por la organización, la participación y la disciplina les eran imprescindibles para reiniciar su vida, ya fuera en sus comunidades de origen o en otras que el destino les deparó, en sectores medios urbanos y en sectores populares sin participación en la guerra las prácticas fuera de control se ponían de manifiesto, de manera alarmante, en los ámbitos privados y públicos.
En los años ochenta, esas prácticas –asociadas a las drogas y al consumo de alcohol— encontraban espacios donde realizarse, pese a la guerra. Es decir, en los años ochenta se incubó un submundo de actividades violentas e ilegales –competencias de carros, luchas callejeras, abusos contra los débiles, alardes de fuerza, prostitución, tráfico de armas y drogas, contrabando de vehículos— que aprovechaba las fisuras de una autoridad pública dedicada a la lucha contrainsurgente. De hecho, ese mundo era ocupado por agentes del orden –soldados policías y defensas civiles— de forma regular, lo mismo que por civiles, ya fuera como clientes o como “empresarios” de unos negocios que incluso en esos difíciles tiempos ya eran florecientes.