El paí­s de la piñata

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El fin de semana pasado fui invitado a celebrar el cumpleaños de la hija de un querido amigo. Mientras me repetí­a que no era una fiesta sino una reunión, yo le recriminaba que debí­a hacerle una piñata para que la niña tuviera esos momentos en su memoria. Él me dice que no quiere que la violencia y la matonerí­a sea lo que su hija recuerde.

Eso nos llevó a una discusión interesante sobre la filosofí­a de la piñata.

El Salvador es una piñata. Nuestras ciudades están diseñadas para dañarnos emocionalmente, tal cual lo hace una piñata. En una piñata hay que pegarle a un objeto inalcanzable para que nos dé lo que queremos. Y esa mezcla de alambre de amarre con papel periódico es una hazaña dura de alcanzar para la mayorí­a de los participantes, por lo cual el niño más grande o más fuerte es el que siempre tiene la dicha de romperla. Ya rota, se supone que este niño deje de golpear el objeto para dar paso a que los fracasados espectadores puedan recoger los dulces. Todos sabemos que el niño fuerte le seguirá dando a la piñata porque no es suficiente sacar parte del botí­n, sino exprimirlo todo hasta que la fuente de placer se agote y de ahí­ esperar a la siguiente fiesta. Al niño fuerte no te importa reventarle la cabeza a quien se interponga entre él y su objetivo. Los desdichados naufragan en ese mar de dulces donde, nuevamente, el más fuerte o el más vivián acapararán la mayor parte del botí­n, mientras los tí­midos o los débiles mirarán con recelo lo que los otros se llevan. Los padres de los más débiles entrarán al juego empujando a sus pequeños o quitándole a los otros niños lo que sus fracasados hijos no pudieron conseguir. Ahora vemos, con los despidos en el gobierno, que muchos funcionarios habí­an llegado a una piñata y, como era gratis, habí­a que agarrar cuantos dulces les fueran posibles. De todos modos, el que no tranza no avanza dice una máxima mexicana.

Imaginemos las calles del paí­s como una piñata: pasa el más vivián, el más fuerte o el que tiene el carro más grande. En una cruz calle, la cual se deberí­a mantener sin obstrucciones, vemos que todos quieren pasar al mismo tiempo, tal cual niño recogiendo dulces, inmovilizando así­ a los demás conductores. Los retornos de las principales autopistas fueron diseñados con una piñata en mente, no hay una salida a la derecha para hacer un retorno medianamente decente. No. Se hace un mini carril a la izquierda en plena carretera donde se hace una fila para regresar y donde el más vivián agarra el carril central y corta a los demás justo en el retorno, imposibilitando el paso de los demás conductores. Los estacionamientos de cualquier centro comercial tienen también filosofí­a de piñata. Si alguien espera pacientemente que la persona que está por salir deje el espacio para poder estacionarse tiene que estar atento porque vendrá el vivián, quien acaba de llegar, y querrá tomarse ese espacio por la fuerza.

El transporte colectivo abriga también la cultura de la piñata y nos erosiona aní­micamente. En lugar de hacer una fila para que quien llega primero se suba ordenadamente al bus, lo que hacemos es como lo que hace el niño más fuerte: empuja, aprieta, da codazos y aparta a quien sea para conseguir el tan anhelado asiento del colectivo. ¿Y qué decir de la señora que mete a su hijito por la ventana para reservar asiento? ¿O de la menos inteligente que tira su cartera en el asiento sin pensar que otro más vivián se la robará y se quedará sin el plato y sin la cena?

Meditaba en nuestra discusión mientras manejaba a una velocidad reglamentaria en la carretera que conduce a Los Planes. Mi pensamiento fue abruptamente interrumpido cuando un energúmeno me sobrepasaba en una curva pitando con desesperación. Reduzco velocidad, pues ha de haber ido con alguna misión urgente, y veo como el Yaris se aleja triunfante. Le recuerdo a mi madre que no hay que robarse los recuerdos de la fiesta, pero ella me augura que todos se lo robarán y que ella también. Y que también habrá gente que pedirá pastel y negará que le hayan dado ya mientras guardan el pedazo entre servilletas en sus bolsos.

Me resultó curioso que, al llegar a la fiesta, el Yaris estaba ya estacionado. Al verme bajar de mi carro, el motorista se me acerca a disculparse pues estábamos ambos para celebrar el cumpleaños de Amy, al cual llegó el tipo sin retraso. Ilusamente le recrimino y le digo que no acepto sus disculpas pues no habí­a necesidad de poner a su familia, ni a la mí­a, en peligro al rebasar en una curva. Me dice que lo pensará mejor la próxima vez, pero me lo imagino en este momento sacándole el dedo al otro conductor en las curvas del volcán.

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Nelson López Rojas
Nelson López Rojas
Catedrático, escritor y traductor con amplia experiencia internacional. Es columnista y reportero para ContraPunto.
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