Con frecuencia, discusiones que deberían ser profundas terminan convertidas en debates vulgares. Se tornan vulgares los debates cuando se caricaturizan las tesis opuestas para poder refutarlas con mayor facilidad o cuando se sustituye la crítica de los argumentos por la defensa demagógica de los valores y sentimientos del pueblo. Estos vicios ya han aparecido en la controversia sobre el monumento a la reconciliación.
Algunos puntos de vista, en la medida en que reflejan también la pobreza de los debates estéticos en nuestro medio, producen estupor. Se ha llegado a decir que el monumento se critica porque el torso femenino gigante que domina la escultura refleja a la belleza femenina salvadoreña. Este juicio podría tildarse de vulgar populismo estético, pero es también una falacia ad populum.
No, no se cuestiona la obra porque dicho torso represente cierto sentido de la belleza femenina local, se cuestiona porque la composición es “fea” incluso para quienes alaban “la belleza salvadoreña”. Lo feo aquí carece de naturaleza racial y se sitúa en el terreno del lenguaje artístico. La escultura está marcada por el desequilibrio y la obviedad. Pretende ser poesía, pero las suyas son unas metáforas muy gastadas. Para encarnar la paz, por ejemplo, no había más remedio que acudir a las palomas.
Creo que estamos ante un caso nuclear donde convergen las complejas relaciones entre la estética y la política. Por un lado, tenemos la dinámica formal del monumento y, por otro, tenemos la relación del monumento y su concepto con la dialéctica de la política de la memoria en nuestro país.
El monumento, como metáfora, no refleja las complejas contradicciones del conflicto y por lo tanto tampoco expresa las tensiones subterráneas de la paz. Los guerrilleros en un principio eran civiles en armas que se levantaron contra una dictadura militar. El alzamiento popular, en un principio, fue un rechazo al militarismo y también obedeció a fracturas en el seno de la sociedad civil. La escultura, en cambio, limita la reconciliación al hermanamiento de dos ejércitos, dejando matices esenciales fuera de la representación plástica. Eso convierte a las figuras del soldado y la guerrillera en cáscaras, en formas pobres y obvias. Sobra decir que en su figurativismo, por mucho que pretenda alzar el vuelo lírico, no parece haber un diálogo lúcido con la vanguardia.
La izquierda burocrática le apuesta al olvido porque entiende el olvido como una premisa inevitable de la concordia. De ahí su rechazo a la derogación de la ley de amnistía, de ahí su abandono de la búsqueda de los desaparecidos, de ahí su olvido de las víctimas de la guerra. Esa falta de iniciativa ética ha dejado que pervivan en contradicción el homenaje al criminal de guerra y la invisibilidad institucional de una figura como Rufina Amaya. Ciertos aprecios y ciertos desprecios retratan las grietas de la cultura de la paz en la posguerra. En ese contexto hay que situar la retórica del monumento a la reconciliación..