viernes, 10 enero 2025
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El mejor amigo (Primera parte)

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"Y mi vida de depositario de las penas de Lagrimita apenas comenzaba": Gabriel Otero.

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Por Gabriel Otero.

LAGRIMITA

Tres veces le propuse matrimonio y tres veces me rechazó. Yo no sé qué demonios estaba pensando para insistir en lo mismo, sabía que para ella no era más que el mejor amigo disponible, el indispensable en la friend zone, ni siquiera un capricho, nada que captara su atención, yo representaba la oreja confidente en tardes de café y noches de ron, solo alguien con la voluntad y la persistencia a prueba de fuego al que le gustaba que lo maltrataran, el masoquismo del imbécil.

Fue la novia de un amigo muy querido, y este era una mula con ella, vaya, en un principio hasta lástima me daba, por cualquier motivo mi amigo le restregaba que su única utilidad era servir de ornamento, una cara bonita y un cuerpo abundante de redondeces adictivas. Al final tronaron y ella me agarró de paño para sus mucosidades, sabía que con su exnovio éramos vecinos de infancia y después compañeros de colegio, y en nuestras épocas de universitarios las circunstancias nos obligaron a tomar senderos bifurcados, pero la amistad y las complicidades superaron cualquier separación.

Mi amigo, era un tipo con suerte. Cuando inició la guerra, se lo llevaron a estudiar a otro país, nos veíamos cada cierto tiempo cuando él venía a pasar vacaciones de verano y de navidad, incluso fui a visitarlo un fin de año y se burló de mi cuando fue a recogerme al aeropuerto porque llegué vestido de traje y chaleco negro y, según decía, parecía testigo de Jehová en miniatura, un predicador dominical perdido entre miles de viajeros.

Esa ida a México la recuerdo por dos cosas: fuimos a Teotihuacan en autobús y nos bajamos en el pueblo y tuvimos que caminar tres kilómetros para llegar a las pirámides, que se veían pasando una curva interminable, y la otra, a los doce años me iniciaba en los encantos del tabaco y de regreso pude comprar tres paquetes de camel en el duty free y los disfruté escondido en el techo de mi casa.

Mi amigo, retornó a su patria una década después, desde joven tuvo cargos de mucha importancia en los que atraía a las mujeres como moscas, salía con varias, pero no andaba con ninguna, le enviaban a su oficina botellas de miel y otras golosinas para dulcificarlo y él, desconfiado, regalaba todo, por aquello del agua de calzón y otros hechizos para el loco amor.
Y en una salida a un bar conoció a “Lagrimita”, así le llamaré en venganza por haberme rechazado categórica tres veces, hasta que ella lo atrajo, según me contaba, por sus acrobacias en la alcoba.

─No’mbre─ me confesó admirado mi amigo ─Esa cabrona parece trapecista sin red, se cuelga del sexo como si no hubiese otra cosa en el mundo─

Debo admitir que lo envidié profundamente, ¿cómo tener a alguien a su disposición sin importarle? Hay que ser muy cabrón.

Y mi vida de depositario de las penas de Lagrimita apenas comenzaba.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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