En 1956, a cuatrocientos sesenta y ocho años del primer viaje de Cristóbal Colón a tierras ignotas y trescientos cuarenta años después de que Galileo demostró el movimiento de los astros, con lo que se suponía que la antigua discusión sobre la redondez de la Tierra y su posición en el Universo, se funda en Norteamérica e Inglaterra, la “Sociedad Internacional de la Tierra Plana”, dirigida por Samuel Shenton. Allí defienden que nuestro planeta es plano y que todo lo que compruebe lo contrario, es falso. Lo que, a primera vista, nos puede parecer una ridiculez, en pleno siglo XXI no solo ha sobrevivido, sino que está en franco vigor y crecimiento. En Facebook, encontramos varias páginas dedicadas a grupos de devotos de dicha creencia, algunas con quince mil miembros.
Sus galimatías pseudocientíficos, son esquemáticos, directamente sacados de la más simple observación. Y cualquier argumento que los contradiga, entra en el terreno de la conspiración mundial y se le tilda de falso. Su sustento es la fe, pero ni siquiera la fe que mueve montañas, sino la fe ciega en los palimpsestos escritos en la época oscurantista, que razonan sobre un universo estructurado con la tierra como centro, en torno a la cual giran el sol, la luna y todas las estrellas, como su corte celestial. Y encima de todo, Dios. El creador, que premia y castiga. Asimismo, la sociedad está estructurada –y aquí es donde aterrizamos– con el papa, como el vicario de Cristo, el Dios-hombre, y todas las cortes sociales alrededor, comenzando por el rey y terminando por los siervos y esclavos. Con esa ideología en apogeo estamos saludando el nuevo siglo.
No es casualidad que dicha doctrina retrógrada, fundamentalismo del más recalcitrante, haya nacido en los Estados Unidos, bajo el amparo de las grandes corporaciones petroleras, que han lanzado planes educacionales, como la creación de religiones ad-hoc y el terraplanismo. Naturalmente, no pretenden cambiar la mentalidad de la población informada y con un nivel educativo óptimo. No es ese su objetivo, sino capturar la conciencia de los niveles más bajos, justo el caldo de cultivo de las dictaduras más crueles, aquellas que asesinan en nombre de Dios.
Ese es el veneno que están inoculando en Latinoamérica, para refrenar el despertar de la conciencia de nuestros pueblos. Complementado con las taras ideológicas endémicas de nuestra gente, el racismo, la segregación clasista, que es un verdadero apartheid en nuestras ciudades, en especial las capitales, la violencia social, discriminación por género, etc. Además de las doctrinas intolerantes, como el antiaborto, la represión sexual y otros credos, absolutamente represivos.
Actualmente, estamos siendo testigos de las terribles represiones que sufren los pueblos en Suramérica, que llevan un indiscutible ingrediente de racismo, odio al pobre que se atreve a hablar y, ojo con eso, a todo el que piensa, como el enemigo más peligroso. Su objetivo es la destrucción de nuestras comunidades y sus valores ancestrales, para reducirnos a la esclavitud. Una nueva colonización.