Cuando se vive dentro de un círculo de personas que comparten una misma serie de problemas y que los abordan, más o menos, con un mismo tipo de lenguaje, los miembros de dicha agrupación tienden a confundirla con el universo y claro está que no es así. Al lado, muy cerca, quizás deambulan los miembros de un círculo mucho más amplio que, aunque compartan problemas con otros grupos, tienen otro horizonte de vida y una manera distinta de interpretar el mundo.
No vamos a entrar a discutir cómo se articulan estas comunidades interpretativas (si por vías económicas o culturales, etcétera), solo constatemos que están ahí viviendo en relación, pero reproduciendo brechas en la calidad de sus visiones.
Inmerso en el discurso que comparte con gente afín, en ese discurso que en determinadas circunstancias suena como un coro que ocupa el horizonte, el crítico ilustrado de Nayib Bukele y sus nayilibers puede llegar a tener la ilusión de que su manera crítica de evaluar la cosa pública es la dominante. Y claro está que no es así.
Al comprender la pequeñez relativa de su dominio, la primera reacción del crítico ilustrado de Bukele es la de recalcar la figura grotesca del nayiliber: es una caricatura de la razón, es un instrumento en manos de su líder, es una amenaza para la democracia, es el oscurantismo con camiseta celeste. Dicho enfoque del intelectual ilustrado, a pesar de la mayor riqueza de su lenguaje y un mejor repertorio de argumentos, no deja de ser una visión maniquea en labios cultos donde la política es una contienda entre los sabios y los ignorantes, entre el intelectual y el nayiliber.
Pero aquí no hablamos de cualquier colectivo de intelectuales sino que de intelectuales formados en la cultura de la ilustración, es decir que hablamos de personas que ponen su inteligencia al servicio de la lucha por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Su propósito último es que la misma razón ilustrada se socialice y prenda en el pueblo llano.
Los caminos para llegar al pueblo y “civilizarlo” no siempre son fáciles, porque el mismo pueblo es una creatura colectiva heterogénea (obreros, vendedores ambulantes, campesinos, chusma) condicionada por sus problemas inmediatos, dotada de lógicas que no siempre se muestran de acuerdo con que las civilicen en abstracto.
En esta fábula, una de las máscaras que el pueblo le muestra a quienes pretenden educarlo y conducirlo es la máscara del nayiliber. No siempre el pueblo es un educando fácil. Y resulta fácil burlarse de la camiseta celeste con la cual se presenta, como fácil resulta burlarse de su credulidad política y de su culto barriobajero a la figura del turco locuaz y guapo.
El nayiliber es un sí, pero principalmente es un no colectivo enunciado con la sonoridad de un portazo. El nayiliber es una de las máscaras actuales del pueblo salvadoreño, otra podría ser la del marero, otra podría ser la de las faldas largas de la evangélica sectaria. Hay varias máscaras bailando delante de nuestros ojos.
Caricaturizar al nayiliber es sumamente fácil, interrogar su no –ese no colectivo enunciado con la sonoridad de un portazo– exige pensar en el sentido más exigente que pueda tener ese verbo que tan poco conjugamos.
Quien quiera ganarse al pueblo en los próximos años, no tendrá más remedio que ganarse a los nayilibers, sustrayéndoselos a su carismático líder tal como este le sustrajo un millón de votantes al FMLN. Para que dicha empresa tenga éxito habrá que ir más allá de la caricatura del simpatizante de Bukele, habrá que analizarlo como el fenómeno político complejo que es, como un personaje que demanda la comprensión lúcida de la estructura dramática en que se haya inserto.