Que alguien como Donald Trump haya ganado la presidencia de los Estados Unidos debe interpretarse como un síntoma. Muy grave ha de ser la enfermedad para que algo así pueda pasar. Aunque hay que decir que en una democracia “normal” la victoria hubiera correspondido a Hillary Clinton, pues obtuvo unos 300 mil votos más que su adversario. Pero en el anacrónico sistema electoral estadounidense son los colegios electorales (estado por estado, según su acentuada sensibilidad federal) los que deciden el ganador y ahí el triunfo de Trump ha sido aplastante.
La América “profunda”, rural y conservadora, se ha impuesto sobre la América urbana, más dinámica y liberal. Un historiador francés señaló que la gente que vive en la costa, frente al horizonte abierto del mar, es asimismo más abierta y progresista que las personas del interior. El mapa electoral muestra en efecto, coloreados del azul que corresponde a los demócratas a los estados frente a ambos océanos; el centro del país es y ha sido tradicionalmente rojo republicano. Pero en este año ha habido un vuelco tal que el partido de Clinton perdió varios estados considerados “seguros” y otros indecisos se inclinaron por el sorpresivo y provocador político que es el millonario Donald Trump.
Lo que representa es algo distinto a un simple giro a la derecha, según el vaivén electoral que vuelve la alternancia como normal en una democracia madura. En este caso la sorpresa y el susto es semejante a cuando Hitler se impuso – lo impuso el sistema, pues no ganó en las urnas – en la Alemania de posguerra, o la reciente decisión británica de salirse de la Unión Europa por no aceptar a refugiados inmigrantes o la del pueblo colombiano diciendo “no” al acuerdo de paz. ¿Es posible todavía el análisis de la realidad cuando ésta aparece como no racional? ¿Puede la razón dar cuenta de la irracionalidad?
Por lo menos ha de ser factible exponer las razones. Varios analistas vienen señalando la acumulación de frustración, ira y despecho que habrían llevado a que una cantidad considerable de personas ( más de 59 millones) le hayan dado su voto a quien se presentaba haciendo alarde de xenofobia, misoginia y nacionalismo extremo, que representa un reforzamiento del supremacismo blanco. No necesariamente por la crisis industrial: de hecho el desempleo ha vuelto a niveles por debajo del 5%.
Lo que ha pasado es que muchos se identificaron con el descaro y la provocación del novel político que ha hecho de “lo políticamente incorrecto” un arma formidable de propaganda. Gastó mucho menos en su campaña que su oponente con el truco de convertir en noticia cualquier exabrupto suyo. Utilizó las mentiras flagrantes como una estrategia deliberada, que obliga al contrario a desmentirlas, con lo que queda atrapado en los temas del otro. Hizo de la simplicidad elemento de identificación para gente poco informada, que simpatiza con la espontaneidad y sinceridad aparentes del candidato. Éste dice y expresa lo que muchos pensaban pero no se atrevían a decir. Se revela de pronto cuán extremista y atrasada, ignorante y fascista es buena parte del pueblo norteamericano, de la autoproclamada “mayor democracia del mundo”.
Incapaz de entender el inexorable declive de la hegemonía mundial norteamericana, el pueblo eligió en 2008 al brillante orador y vendedor de sueños que ha sido Obama, capaz de convertir en esperanza la inocultable decadencia. Ahora el péndulo se fue al otro extremo y es electo un hábil demagogo que tras el espejismo de “hacer a América grande de nuevo” de hecho plantea el repliegue de la superpotencia. O sea: la conveniencia de llegar a acuerdos con Rusia (la otrora superpotencia) para frenar el peligro de guerra generalizada, frenar el libre comercio ante la inundación de productos chinos y la pérdida de empleos, frenar la oleada de inmigrantes con un recurso medieval: levantar una muralla en su frontera sur. Estados Unidos toma conciencia de su imparable declive y viene la reacción más reaccionaria: una variante del fascismo que siempre estuvo ahí, latente. Su misión: tratar de frenar la historia.