La elección de los nuevos magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte suprema de Justicia es una pieza clave para la democracia salvadoreña dentro de los siguientes años. Nunca una Sala de lo Constitucional tuvo tanto protagonismo como la Sala del período 2009-2018. Todas las anteriores administraciones del máximo tribunal constitucional del país fueron genuflexas al Órgano Ejecutivo, de ahí que la oposición política de décadas anteriores se quejase tanto de ese total desequilibrio de los poderes del Estado, donde también se incluía una mayoría dentro de la Asamblea Legislativa. Así fue la democracia durante las décadas de los noventa y la primera década del nuevo siglo, hasta que la población fue dándole una mayoría simple, dentro de la Asamblea Legislativa, a la oposición política, hasta entonces representada por el FMLN. Fue así que la democracia, como ese sistema de frenos y contrapesos que busca la Constitución, empezó a funcionar de una manera rústica y arcaica tomando en cuenta que los intereses político-partidarios siempre han prevalecido por sobre los intereses de la población, convirtiendo ese sistema de frenos y contrapesos en una verdadera batalla campal donde lo más importante es mantener o recuperar los Órganos Ejecutivo y Legislativo. La alternancia político-partidaria del año 2009nse mostraba como la mejor oportunidad de superar esos viejos vicios del pasado de querer copar todas las instituciones del Estado, anulando a los rivales políticos mediante la mayoría simple dentro de la Asamblea legislativa, mediante el veto presidencial o mediante sentencias “a la medida” por parte de la Corte Suprema de Justicia en General, y de la Sala de lo Constitucional en particular. La misma elección de los magistrados Belarmino Jaime, Sidney Blanco, Florentín Meléndez y Rodolfo González Blanco pareció un verdadero acuerdo de país entre las principales fuerzas político-partidarias, pues aún y cuando la forma en que se eligió a la actual Sala de lo Constitucional no es la idónea por haber sido un acuerdo de puertas cerradas dentro de Casa Presidencial, lo cierto es que los magistrados fueron elegidos por unanimidad, es decir, incluyendo a los partidos ARENA y FMLN, los cuales sólo tres años después quisieron decapitar a los mismos magistrados que habían electo. En lo personal solo recuerdo a un diputado del PCN de aquél entonces, que en un acto público manifestó, refiriéndose a los magistrados, que “a todo chompipe le llega su navidad”, una clara amenaza al funcionamiento del máximo tribunal Constitucional de El Salvador. El nefasto decreto 743, las continuas manifestaciones en contra de los magistrados y las acusaciones de fallar con favoritismo a determinados sectores políticos, han sido el pan de cada día para estos magistrados.
Es fácil ser un loro y repetir lo que las dirigencias de los partidos políticos le dicen a sus bases: que la Sala es una herramienta de la oligarquía, que es una dictadura judicial, que no les importa la realidad nacional, etc. Estas y otras ligerezas fueron manifestadas por todas las fuerzas partidarias, tanto ARENA en su momento, como el FMLN en los últimos años, han descalificado su actuaciones y sentencias, y las bases de estos partidos han repetido lo que sus dirigencias quieren que repitan, pero nadie, o casi nadie, se ha atrevido a descalificar, desde una perspectiva meramente jurídica, las sentencias de la Sala de lo Constitucional, sobre todo aquellas de gran impacto para la realidad política del país. Si bien es imposible estar de acuerdo en todo lo que ha hecho la Sala de lo Constitucional (podría mencionar algunas sentencias que no comparto), lo cierto es que más allá de la robustez jurídica con que se han cimentado sus planteamientos, esta Sala se ha constituido en un verdadero freno y contrapeso del deseo de poder hegemónico en El Salvador. En efecto, ante la alternancia política del año 2009, y la obtención de mayoría simple del mismo partido de gobierno, el partido oficial tuvo tanto el Órgano Ejecutivo como el Órgano Legislativo a su disposición, algo similar a lo que sucedía en los ochenta, noventa y principios del nuevo siglo, donde el sinónimo de gobernabilidad era tener todos los poderes para que nadie fiscalizara, propusiera o detuviera alguna iniciativa de Ley que, como ya se ha visto con el tiempo, perjudicaría a la población. Así se dio la privatización de la banca, así se aprobó la Ley de Integración Monetaria, y así se dieron los sonados casos de corrupción tanto dentro de los gobiernos de ARENA como del primer gobierno del FMLN. Entonces, frente a estos antecedentes, ¿qué esperar de una nueva Sala de lo Constitucional? Pues que siga siendo ese freno y contrapeso en contra del deseo de copar las instituciones, en contra del deseo de poder hegemónico y en contra de todo tipo de arbitrariedades que pudieran cometer tanto el Órgano Ejecutivo como el Legislativo. Los diputados tienen una tarea que afectará, para bien o para mal, de manera directa la democracia de El Salvador en los siguientes años, y es por eso que su decisión no debe basarse en cuotas políticas ni en arreglos privados, sino más bien en la capacidad jurídica de los candidatos, en su independencia e imparcialidad. Si los partidos políticos quieren una Sala de lo Constitucional genuflexa a sus decisiones, estarán cometiendo las mismas arbitrariedades que cometió ARENA en décadas pasadas, favoreciendo de esta manera los inicios de una dictadura, independientemente del partido político que gane las elecciones presidenciales del año 2019.
Por todo lo anterior, los diputados deben elegir en base a la capacidad de los candidatos, y no en base a los favores políticos que algunos magistrados pudieran retribuirles. En la medida que los diputados comprendan que el Órgano Judicial debe ser presidido por profesionales del derecho totalmente capaces, imparciales e independientes, estarán asegurando una Sala de lo Constitucional que no traicionará a lo único que no deben traicionar: la Constitución. Así, independientemente de las sentencias que, como todo en la vida, perjudicarán a unos y favorecerán a otros, los diputados estarán asegurándole al país unos magistrados que, en primer lugar, no serán cómplices de arbitrariedades del Órgano Ejecutivo o del mismo Órgano Legislativo, y en segundo lugar, no se constituirán ellos mismos en una herramienta del poder hegemónico, como fue en los noventa y en la primer década del siglo veintiuno.