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El dí­a que una lectora formuló algunas preguntas sobre mi novela

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"Me dispuse a contestarle con todo detalle porque el mensaje transmití­a un deseo auténtico de comprender, porque el mensaje mostraba que "La calle del silencio" habí­a sido algo misterioso, inquietante, provocador"

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Hace pocos dí­as recibí­ un correo electrónico que  me impactó desde la primera lí­nea: lo mandaba una lectora de mi novela “La calle del silencio” que escribí­a desde El Salvador. En un primer momento, más que el deseo de contactar conmigo tan cálidamente como lo hací­a, me impactó la mención del paí­s de origen, algo que me produjo una  sensación que mezcló una cierta conmoción con un abrigo entrañable: llegaba hasta mí­ un mensaje que también vení­a desde muy lejos de mi propia historia. Me alegré, pesar de que me sentí­ un poco desconcertado.

Desde  mi juventud “”escribo habiendo pasado ya casi la mitad de los sesenta años””, mi mapa privado tiene a Roque Dalton como El Salvador: ninguna otra referencia opacó su trascendencia. Es como si me hubiera empeñado en que Roque Dalton fuera «mi» El Salvador. Desde siempre y para siempre.

Lea también: El dí­a que un escritor contestó mis correos.

El  abrigo y la conmoción trajo a mi presente algunas huellas que me recuerdan adolescente y soñando con ser poeta: a pesar de que no puedo recordar cuál fue el poema de amor que intenté descifrar entonces, a pesar de que tampoco recuerdo el nombre del libro que subrayé tantas veces, a pesar de que corrí­ enseguida a mi biblioteca solo para constatar que Roque Dalton habí­a desaparecido de allí­ quien sabe hace cuántos años y con qué destino incierto (para mí­).

Pero ahora comprendo que el libro no tení­a razón para estar en mi biblioteca porque  Roque Dalton seguí­a viviendo dentro mí­o: por esa razón ya no necesitaba  el libro. Quizás “”pensé como consuelo”” haya decidido escapar de la prisión por tiempo indeterminado en la que lo tení­a encerrado con egoí­smo y una cierta arbitrariedad, después de haber elegido algún nuevo  lector dispuesto a quedar magnetizado por la savia que da vida a los poemas “”un código genético que puede transmitirse fácilmente con solo leer algunos versos””. Y debo confesar que pensar así­ también me tranquilizó.

Entonces volví­ al correo electrónico y encontré una segunda sorpresa: Glenda habí­a leí­do mi novela con mucho cuidado y formulaba preguntas que nunca antes habí­a recibido de ningún otro lector. Y me dispuse a contestarle con todo detalle porque el mensaje transmití­a un deseo auténtico de comprender, porque el mensaje mostraba que “La calle del silencio” habí­a sido algo misterioso, inquietante, provocador. Y Glenda que agradecí­a varias veces que fuera tan amable como para contestar sus inquietudes, quizás porque no sabí­a que para mí­ también era muy importante saber que mi mensaje habí­a llegado a destino.

Claro  que nunca le dije que habí­a algo que me molestaba en lo que escribí­a: Glenda me consideraba un escritor. Siempre pensé que no alcanza con haber escrito algunos libros para llamar a alguien escritor, una palabra  que siempre resuena en mí­ casi como si estuviera escrita con mayúsculas: «Escritor». Así­.

Entre las preguntas me sorprendió que  quisiera saber qué de mí­ mismo, de mi propia historia, estaba contenido  en la novela. Le contesté lo que Glenda cita en su nota en este periódico el pasado 26 de abril: «Es muy fuerte descubrir que estamos en  todas partes, por así­ decirlo, y que cuando creemos que nos olvidamos de nosotros, más aparecemos». Y sí­, escribí­ la novela con el atrevimiento y el desafí­o de intentar olvidarme de mí­ mismo y dedicarme simplemente a escribir, para encontrarme en muchos detalles que certifican mi identidad “”aunque solo al final”” después de que la novela estuvo publicada. Impactante: privadamente impactante.

Tampoco le dije a Glenda que yo no creo que un autor tenga que comentar algo acerca  de lo que ha escrito antes de que el lector haya leí­do la obra: cuando eso sucede “”según entiendo la literatura”” es porque algo faltó durante el proceso de la escritura. Pero sí­ creo que tiene mucho valor comentar después de que la obra fue leí­da: desde ese momento autor y lector comienzan a compartir un territorio común donde se hace posible el diálogo auténtico, transparente. Y esto me llevó a responder el correo electrónico de Glenda al mismo tiempo que me obliga a no traicionarme ni  tentarme a comentar detalles de la trama en esta nota, porque quizás muy pocos lectores de este periódico conozcan La calle del silencio.

Solo  voy a comentar algo acerca de la metáfora de la novela, puesto que tiene que ver con lo que es el tí­tulo original con el que fue finalista del premio internacional en México y obtuvo su primera edición: Zurcido invisible. El zurcido invisible es “”era, quizás, no lo sé”” una técnica que utilizaban algunas ancianas para hacer que las camisas, los pantalones, las medias, o lo que fuera que estuviera rasgado, quedara zurcido de manera invisible. Es decir: la prenda estaba rota, pero no se  notaba. Mi idea es que como seres humanos, quizás por la simple condición de estar vivos, todos estamos desgarrados, aunque algunas personas muestran sus desgarraduras y otras tienen la posibilidad de disimularlas, tal como queda disimulada la ropa rasgada después del zurcido invisible.

Por supuesto que también le respondí­ porque intuí­ que Glenda seguramente querí­a escribir, o que algún dí­a escribirí­a  “”si es que aún no lo hace”” y entonces recordé la función que adjudica Roque Dalton a los escritores en “Por qué escribimos”, cuando sostiene que estamos para custodiar el tiempo que nos toca para los «inmensos jóvenes de pie sin más edad que la esperanza» “”para cuando sea el tiempo  de ellos””. Entonces: ahora es el tiempo de los/las Glendas. Eso es lo que importa.

Y me tocó escribir esto un dí­a lunes feriado “”en un raro dí­a de otoño que parece primavera”” en la ciudad de Buenos Aires donde nací­, vivo y trabajo; donde mi mujer parió los tres hijos que criamos juntos y mi nieta también está comenzando a ser dueña de su tiempo; una tarde en la que interrumpí­ estas lí­neas para ver Paterson de  Jim Jarmusch, para volver a confirmar desde la pelí­cula que la poesí­a renace todos los dí­as, porque una transformación auténtica “”interna y externa”” solo precisa un requisito para ser viable: que incluya la poesí­a. Si la dejamos olvidada, si la perdemos por el camino, si la creemos innecesaria, todo carece de sentido porque desaparece la magia presente en la cotidianeidad, esa fuerza imprescindible que pulsa para crecer todos los dí­as.

Y por todo esto va mi agradecimiento: porque me llegaron varios mensajes en simultáneo con el correo electrónico de Glenda, porque ahora deseo encontrar alguna excusa como para presentar La calle del silencio en El Salvador, porque quizás ese dí­a también me anime a disertar sobre Roque Dalton “”como devolución por todo lo que me regaló en mi adolescencia””, porque seguramente influyó en  mi decisión de escribir desde el compromiso con uno mismo, a pesar de que siga haciendo el esfuerzo de olvidarme de mí­ mismo cada vez que escribo. Por ejemplo, como cuando escribo la nota para este periódico que concluyo con esta frase y con el punto final que tipeo a continuación.

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Ediciones:

Zurcido invisible, FOEM (Fondo Editorial del Estado de México), México, 2014

La calle del silencio, Ediciones B, México, 2015

Invisible Mending, Karnac Books, London, 2015

Existe  un corto cinematográfico de la novela realizado por el director Julián Montero Ciancio:

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Guillermo Julio Montero
Guillermo Julio Montero
Novelista argentino, presidente de la Fundación Travesía, Argentina

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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