El consecuencialismo jurídico asume que la racionalidad de una ley no se decide tan solo por su respeto a unos principios y procedimientos sino que también por los efectos derivados de su aplicación. Una decisión legal coherente puede, en determinados casos, llegar a tener consecuencias negativas para una comunidad. Por ejemplo, quienes promulgaron la ley de amnistía al final de nuestra guerra civil, impidiendo así que las victimas cursasen demandas de justicia y reparación, creyeron que tales demandas aunque fuesen legítimas y conforme a la ley podían desestabilizar el precario orden político surgido tras el conflicto.
Algunos políticos y abogados en aquel momento nos dijeron que no se podía tener todo, es decir, que si queríamos la justicia plena poníamos en peligro la estabilidad política y que si ansiábamos esta última debíamos sacrificar el derecho a la justicia que tenían las víctimas. Ciertos valores debían sacrificarse en aras del mantenimiento de un bien mayor: la paz.
Quienes fueron pragmáticos defensores de la ley de amnistía, hoy se nos presentan como ortodoxos valedores de la deontología jurídica. Hoy, aquellos consecuencialistas de antaño, ante la posibilidad de eliminar en los tribunales a un adversario político, piden que se le juzgue sin pararse a pensar qué consecuencias podría tener para nuestra democracia y la convivencia política la inhabilitación de Nayib Bukele.
No pienso en Bukele como persona física sino que como ese valor político que encarna la preferencia de voto y la esperanza en el cambio de millares de ciudadanos. Todo el valor que pueda tener él en este momento es el valor que le atribuye un segmento nada despreciable del pueblo. No juzgo la consistencia de dicha valoración popular ni abogo por ella, solo constato que ya pertenece a nuestra realidad. Y por eso, excluir a Bukele supone excluir a sus votantes y excluir a sus votantes supondría falsear los resultados de las próximas elecciones. No se puede tener todo, a veces, como en este caso, una sentencia encerrada en el formalismo legal puede tener como efecto la traición del espíritu de “la democracia”.
Si hay muchísima gente atrapada en la admiración acrítica hacia Bukele, lo mismo pasa con quienes lo repudian de manera enfermiza. Ni unos ni otros captan el complejo e inédito papel que el curso de la historia le ha hecho desempeñar al líder de Nuevas Ideas. En Nayib, como figura simbólica, converge un doble rechazo que a lo largo de la posguerra se ha ido incubando en un sector del pueblo. Antes, optar por Arena suponía negar al Frente y elegir al Frente implicaba el repudio de Arena. Esa dicotomía se ha roto porque ahora hay muchísima gente que rechaza por igual a la derecha y a la izquierda que han dominado el tiempo político de la posguerra. Y si este doble rechazo emergente y poderoso no tiene un canal de expresión en las próximas elecciones, sean cuales sean sus resultados, no reflejarán en su complejidad la auténtica y heterogénea voluntad del pueblo. Así de claro.
Quienes creen que los conflictos políticos (y este lo es) se resuelven con las leyes en la mano no tienen una visión realista de las luchas por el poder en el marco de una “democracia”. A una población que se siente víctima de una serie de arbitrariedades, que se siente menoscabada en sus derechos, será difícil convencerla diciéndole que así son las normas legales y sus procedimientos. En nuestra sociedad se sospecha de jueces y fiscales y últimamente, en lo que respecta a sus sentencias sobre Bukele y Nuevas Ideas, se sospecha todavía más. Si a este clima de desconfianza en las instituciones se suma la frustración política del ciudadano a quien se impide votar por su alternativa, podríamos estar acercándonos al umbral de una crisis de mayor magnitud. Tan solo haría falta una chispa.