Se ha dicho ya que este país es capaz de altas cuotas de crueldad contra los más pobres; así lo fue en toda su historia y así escribimos un pasado del que no hemos aprendimos nada. Se ha dicho, también, que el Estado se vuelve o espectador pasivo o cómplice mudo ante las injusticias, que no atiende sus problemas más profundos, que se vuelve silente en la injusticia, que le gusta el olor a heces, que se revuelca como cerdo en lodazal sin ánimos de luchar contra su podredumbre. Está cómodo, la mierda es su esencia. Se ha dicho, además, que quienes vivimos en una burbuja de pequeñas comodidades en un infierno como este somos en buena medida parte del problema, por nuestro mutis, por nuestro ver a otro lado, por cerrar la puerta al quebranto, por evitar ver la cara del dolor, mientras hacemos la compra en el súper, mientras esperamos cómo lavan el carro, mientras jugamos con nuestros hijos en la colonia del perímetro cerrado de seguridad. La rutina ha roto nuestro estupor y hemos apartado la capacidad de hartazgo frente a la realidad dantesca que ofrece este país y su ridículo nombre.
El caso de Imelda, joven de la ruralía, pobre, sin esperanza, es un claro ejemplo de ello. Se suma a las Teodoras, a las Beatriz, a las María Teresa Rivera, a las tantas otras mujeres que son víctimas de la sociedad, del Estado, de la justicia que solo muerde al descalzo, como dicta el lugar común. Su historia, la de Imelda, la de las mujeres pobres, se ha escrito muchas veces: la acusan de un crimen; la justicia machista hace de todo para enjaularla y arrancarle la vida; la prueba científica brilla por su ausencia y el baile de prejuicios se apodera de su dolor ante la boca cerrada de las mayorías. La culpan, la condenan, le arrebatan todo. Da igual, qué importa, una mujer pobre más, que se pudra, sigamos a lo nuestro, que para eso ya nos rompemos el lomo trabajando.
Cuando Imelda tenía 12 años, cuando era una niña, su padrastro, de señales abominables, empezó a violarla una y otra vez. Descubrió su inocencia y se hizo dueño de su silencio. Como ella, en El Salvador muchos viven con el horror desde las más tempranas edades. Solo el año pasado, más de 1500 personas fueron violadas, la mayoría mujeres, la mayoría niñas, la mayoría pobres.
A Imelda le pasó lo que le ha pasado a tantas mujeres mal nutridas, que viven en condiciones precarias, esto es, sin salud, sin educación adecuada, sin servicios básicos, pisos de tierra, letrinas, láminas, mal nutridas: solo el dolor les recuerda que están vivas. Su hijo se le desprendió de las entrañas mientras defecaba. No murió, está bien de salud. Pero el Estado se empecina en querer que pague por algo: un supuesto intento de homicidio. La justicia no se pregunta por qué tantas mujeres sin nutrición ni salud adecuadas sufren esos desprendimientos, y no le parece raro. Va a lo suyo, a morder e impregnar su pestilencia. Lo que le interesa es hacer valer su status quo troglodita, hacer cumplir una ley retrógrada, hartarse a una mujer que ha sufrido vejámenes desde los 12 años y luego limpiarse las fauces con hojas de periódico y notas de conservadurismo.
Con todo, Imelda aún no ha sido condenada. Y sin embargo, guarda prisión, pues un juzgado de primera instancia en Jiquilisco decidió que debe seguir su proceso enjaulada, obviando que la prisión preventiva es la medida más drástica que le puede referir a una acusada que aún no ha sido vencida en juicio. Su aplicación, pues, la cárcel preventiva, debe tener un carácter excepcional, tal como indican entidades como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Esa excepcionalidad, para Imelda, es rigor. Su caso es muy similar al de María Teresa Rivera, quien purgó cuatro años en Cárcel de Mujeres por un crimen del que luego fue absuelta: un segundo juez que revisó su condena decidió que había sido puesta en prisión sin prueba válida alguna.
Con todo, las voces que claman por la libertad de Imelda son las mismas: las organizaciones, algunos opinadores y notas periodísticas temblorosas que solo cumplen a medidas. La sociedad, en suma, sigue viendo hacia otro lado. Parece que con Imelda la historia seguirá demostrándonos que este chiquero tiene una tremenda capacidad de reinventarse, de hacerse más ruin y pestilente.