lunes, 2 diciembre 2024
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Diego Alcalde Taboada: un cuadro también puede ser un final feliz

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"Pocos, o casi ninguno, de los pintores puede decir que vive de su trabajo. Una excepción es Diego Alcalde Taboada", dice Hans Alejandro Herrera.

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Por: Hans Alejandro Herrera Núñez


Pocos, o casi ninguno, de los pintores puede decir que vive de su trabajo. Una excepción es Diego Alcalde Taboada, alguien increíblemente joven, increíblemente sano e increíblemente modesto. Cómo si quisiera pasar desapercibido habla poco, se muestra menos y prefiere hablar de los grandes maestros antes que de su obra. Su silencio se rompe cuando hablan sus pinceladas. Absorto en su taller de Magdalena, en un ático que hiela en invierno, se detiene antes de meterse en ese cuadrilátero que es el lienzo, como si aguantase la respiración antes de lanzarse al agua. Yo no sé nadar, por eso no entiendo. Hay cosas que las palabras no alcanzan a expresar, solo quedan las acciones y las obras. Una imagen vale más que estás mil palabras.

Cuando estaba en Bellas Artes, a Diego le llamaban Calco griego, por sus rulos y también por cierto aire taciturno de estatua al enfrentar el cuadro. A diferencia de pintores apurados, Diego desde su más tierna juventud se detiene en el silencio, observa el cuadro a atacar, imagina, piensa, vuelve a borrarlo todo en la imaginación y vuelve a pintar. Pasados cinco o diez minutos ya conoce la línea, el punto de dónde arrancar los límites de lo bidimensional, sabe de antemano cuál será el siguiente movimiento. Pintar en sus manos es como bailar. Toma el pincel y comienza.

La primera vez que observé un cuadro suyo fue un día que me sentía viejo. El mundo ya era viejo cuando tú y yo éramos jóvenes. En paredes tapizadas de cuadros de grandes maestros, cuadros perfectos para ser robados, sobresalía una imagen, una que jalaba la vista a la fuerza. Sus negros que tiran a morado y su azul profundo hacia inevitable verlo aunque no estuviese dispuesto en la mejor posición, aunque estuviese un poco más escondido en un rincón con poca luz , ese cuadro brotaba luz. Soy malo con los nombres, me perdonarán, pero el cuadro es hermoso. ¿Cómo nombrar un vistazo de deleite?

La imagen eran un par de niños negros, su color de aceituna y los colores que lo rodeaban delataban a un maestro con experiencia en el oficio. Lo imaginé un señor canadiense o australiano, alguien arriba de 70 años, y no un hombre más joven que yo. El trazo delicado, la plasticidad, la frescura del color hacían presentirlo un hombre que sabía demasiado. Fresco, tierno, vital y cansado. Juan Manuel de Prada llama al arte en su novela sobre Giorgione, La Tempestad, la religión del sentimiento. Si el arte es cuestión de sentir, ese cuadro es una melancólica belleza.

Hoy que estoy enamorado puedo decir la verdad. Diego me da envidia.

Con treintaypocos años ha conseguido un estilo propio, identidad que no es calco ni copia, ha logrado además lo impensable, en lo que Roberto Bolaño llama con acierto el país de los imbéciles, lograr que su pintura no sea otra obra más ignorada, logra exponer, y lo más maravilloso de todo, vender sus cuadros. O mejor dicho, que le llamen y le compren. No cuadros a pedido, sino cuadros ya hechos. Vende. La palabra más hermosa cuando tienes que pagar las cuentas. No es que viva desahogado, es que puede cumplir consigo, con su mujer y con su pequeño hijo. Vende. Esa es una palabra que las envidias en forma de culebra siempre han buscado estigmatizar. Cómo si las envidias pagasen las cuentas o las recetas de nuestros hijos cuando se enferman.

A pesar de un estilo alcanzado, Diego no dudó en romper la seguridad de su estilo y explorar otro camino, uno más intenso y menos melancólico. Hacer eso siendo esposo y padre es de valientes. El arte es cosa de valientes. Los buenos artistas, dice Bolaño, son valientes y por lo tanto buenas personas. El valor solo puede venir de una sola parte: el amor.

El ojo de Diego es agudo, capta el instante como en cierto cuadro de una anciana mexicana, una mujer diminuta, insignificante, como esos millones de anónimos que pasan por la Historia olvidados, ignorados. Su ojo sin embargo se detiene, se congela y los mira. En el pasado se retrataban héroes, reyes y dictadores, pero desde Murillo, pasando por los grandes maestros rusos de la pintura de género, existe una tradición que prefiere retratar la cara de nuestros afligidos siglos, es la tradición a la que pertenece Diego. De ahí su predilección por el Hombre, por lo auténtico. En su primera etapa abundan los cuadros de personas negras, niños especialmente. De las razas más castigadas, la raza de esclavos, los que naufragan en las costas de Europa, las que escupe Latinoamérica en ese éxodo silencioso que son los haitianos que atraviesan nuestro continente como una herida abierta; son los niños negros de Diego los que recogen la mirada angustiada de una infancia desvalida, de un hermano al que preferimos quitar la mirada por cobardes, pero Diego prefiere detenerse, verlos y guardarlos, guarecerlos del tiempo en un cuadro, en diez, en cien, y gritarnos: ellos también son mis hermanos. Yo también pude ser ellos. Pude ser una mujer negra perdida en la más cruelmente racista Latinoamérica, pude ser ese niño sin padres ni mañana que mendiga en el suelo del DF una oportunidad, como Oliver Twist mendigaba en el orfanato un poco más de comida. Ese es el valor de su pintura. Un testimonio social de nuestras propias llagas. Porque Diego no es un empresario de la pintura , es un obrero del arte sindicalizado en el sufrimiento del prójimo.

Su actual estilo, más alegre desde que es papá, aborda las esperanzas, los sueños de un niño. Si El principito de Saint Exuspery tuviese sueños, esos serían los cuadros de Diego. Tienen la frescura de Cezzane, y los sueños de Peter Pan. Son un vistazo alegres a la felicidad. Cómo retratar la felicidad, él encontró el cómo. Es más que un estado de ánimo. Es elegir lo mejor del día y atreverse a dar las gracias a Dios, del amor hacia el Amor.

Sus cuadros actuales no son alegorías, son más bien la forma más figurativa posible de un retrato de la felicidad. Cuando yo he sido feliz también he sido un cuadro de Diego Alcalde Taboada.

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Hans Alejandro Herrera
Hans Alejandro Herrera
Consultor editorial y periodista cultural, enfocado a autoras latinoamericanas, Chesterton y Bolaño. Colaborador de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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