Madres buscando hijas allá donde desentierran osamentas, con la ilusión de encontrarlas para ‒al menos‒ tener el consuelo de colocarles una flor en sus tumbas. Asesinan excandidato a alcalde que, en campaña, lanzó billetes desde el cielo buscando votos en la tierra; lo balearon a plena luz del día en la ciudad que pretendía gobernar, cercana a la sede de un conocido cartel de la droga. Asalto mortal para robarle a una maestra, también sin esperar la nocturna oscuridad. Víctimas de las atrocidades ocurridas hace varias décadas “empujando” a las instituciones para que, siquiera, aparenten funcionar.
Huelgas de hambre como último recurso para reivindicar la humana dignidad atropellada. Posiciones y discursos oficiales cambiantes al mejor estilo del “ya sabes que yo como digo una cosa digo otra”, en un entorno que va desde lo rateril del “Botijas” y el “Chómpiras” hasta lo mafioso de los “Capones” y los “Corleones”.
Ataques contra la prensa y las organizaciones sociales que profanan con sus críticas una “celestial” invención que inventa “enemigos internos” a combatir con militares, policías y encandiladas “turbas divinas”. Todo eso y más, como hace algún tiempo, en alrededor de escasas dos semanas.
Y entonces, ¿en qué siglo están varados nuestro país y su sufrido pueblo? ¿En el que inició en 1901 y culminó en el 2000, dejando atrás una estela de sangre y dolor coloreada y coronada con la impunidad histórica? Una estela nunca borrada con verdad y justicia para quienes sufrieron, sufren y ‒de no cambiar rumbo‒ seguirán sufriendo; léase, las mayorías populares salvadoreñas.
Mientras tanto, una “aristócrata” familia de cuyo Gobierno ahora forma parte una de sus integrantes ‒la “flamante” canciller‒ reclama al Estado casi 250 millones de dólares como “compensación” por la expropiación de unas tierras despojadas a los pueblos originarios en el siglo XIX. ¿Será que estamos en esta centuria? ¿O será que, aunque estemos instalados en el 2021, la “rueda de la historia” salvadoreña se mueve pero no avanza? ¿Será que eso ocurre porque su “eje” es, precisamente, la impunidad reinante sobre la cual se han escrito las páginas más terribles de la misma?
Hace cuatro décadas, en enero de 1981, inició la guerra abierta de once años entre los ejércitos gubernamental e insurgente; hace nueve, en diciembre de 1931, Maximiliano Hernández Martínez derrocó a Arturo Araujo e instauró la dictadura militar inaugurada con el “baño de sangre” consumado en enero de 1932. Por cierto, el historiador y profesor Erick Ching da cuenta de una lista de 80 personas entre las cuales figuraban los profesores Francisco Morán y Rubén H. Dimas ‒fundadores del colegio García Flamenco– junto a Celestino Castro y el joven poeta Hugo Lindo. Estos preclaros y cultos patriotas, el tirano los consideró “enemigos internos”. ¿Habrá que esperar actualmente una nómina similar?
Las amnistías decretadas en julio de 1932 y en marzo de 1993 para proteger a todos los perpetradores de aquellas atrocidades, no solo despreciaron las legítimas demandas de justicia de decenas y decenas de miles de familias; también negaron a nuestra sociedad cualquier chance de desarrollarse sin autoritarismos mesiánicos y en paz, al secuestrar y atrofiar un sistema de justicia cuya cabeza está hoy más sometida que nunca. Así, digan lo que digan, se ha echado al basurero lo poco que se avanzó tras la guerra en cuanto al respeto de una incipiente democracia constitucional.
¿Entonces? ¿Nos vamos a quedar llorando ante la leche derramada? ¿No haremos nada? ¡Claro que sí! Pero hay que saber qué y cómo. En primer lugar, debemos dejar de estar reaccionando frente a una agenda impuesta por el oficialismo. Tenemos que diseñar la nuestra desde la dimensión política de los derechos humanos. Difundirlos y defenderlos no son lirismos etéreos, vacíos de contenido, o aspiraciones que nunca serán concretadas; son actos políticos encaminados a subvertir el (des)orden excluyente e indecente, violento y sangriento. Lo hicimos con Gobiernos antes, durante y después de la guerra. ¿Por qué no hacerlo en esta hora?
Pero hay que empezar trabajando desde lo simple para avanzar hacia lo complejo allá abajo y adentro, adonde entre las mayorías populares prevalece el sufrimiento; es tiempo de resistir y acumular fuerzas, teniendo siempre presente la centralidad de las víctimas de la perversidad del sistema imperante y la dignidad de estas que no podrán ni robar ni borrar; con estas, como sujeto social y político principal, hay que empujar fuerte esa “rueda de la historia” para que no siga patinando en el mismo sitio y ‒en consecuencia‒ hundiéndose más.
Esa es, también, la “dimensión política de la fe” que ‒según nuestro santo‒ no se descubre “a partir de reflexiones puramente teóricas y previas a la misma vida eclesial”. Esas son “importantes y decisivas cuando recogen de verdad la vida real de la Iglesia. La dimensión política de la fe se descubre “en una práctica concreta al servicio de los pobres” La fe ‒aseguró Romero‒ impulsa “a encarnarse en el mundo sociopolítico de los pobres y a animar los procesos liberadores, que son también sociopolíticos”. He ahí el desafío.