Me parece que esa es la palabra adecuada para caracterizar el estado actual de la política en nuestro país: Honduras. Haciendo las excepciones obligadas, lo cierto es que la proliferación de aspirantes a la nominación oficial de sus partidos o agrupaciones de todo tipo para competir por la presidencia de la República, revela el deterioro y la pérdida de seriedad y prestigio de la actividad política.
Personajes de dudosa trayectoria, trujamanes de feria, individuos sin calidad ética ni preparación intelectual alguna, parlanchines de ocasión y tartamudos mentales abundan por todos lados y no son pocos los que quieren convertirse en candidatos a la más alta magistratura de la nación. Aspiran a dirigir el país y marcar el rumbo de la nación. Creen ser capaces de hacerlo y desafían el buen gusto y la inteligencia colectiva, proponiéndose como salvadores de la patria. ¡ Válgame Dios!
En la medida que la política, una actividad inherente a la vida social y a la condición humana en general, se convierte en quehacer de truhanes y fuente infinita de enriquecimiento ilícito, su condición de ciencia y su naturaleza de arte sufren desgaste y deterioro. Deja de ser quehacer cívico, ejercicio de ciudadanía, soporte del bien común, para reconvertirse en gestión dudosa, labor de pícaros, acción maléfica, perjuicio social.
Eso es exactamente lo que está sucediendo en nuestro país. La praxis política se ha desprestigiado tanto que casi se ha convertido en sinónimo de acción delictiva. El que decide participar en política se vuelve sospechoso y no son pocos los que dudan de sus verdaderas intenciones. Ser político equivale a ser blanco de todas las miradas cargadas de desconfianza y recelo. Buena parte de la población medianamente informada ve en los políticos una amenaza cierta contra los intereses de la nación entera. Desconfía de ellos y guarda la prudente distancia, como quien se aleja de un peligro latente.
Todo esto explica ese proceso creciente de degradación pública que afecta a la actividad política en general. Advierto que este fenómeno no es exclusivamente hondureño, afecta a muchos países en el mundo y, especialmente, en América Latina. La degradación creciente, en algunos casos, se traduce en la desafección y el alejamiento de la política, expresión directa del llamado desencanto democrático. Es el hastío, el cansancio clonado en rechazo e indiferencia, la forma de rebelión que encuentran los ciudadanos indignados y desencantados con los líderes políticos de su país.
La degradación creciente es hermana gemela de la corrupción en ascenso. Entre más cercanos y evidentes son los vínculos entre la corrupción y la política, mayor es la desintegración ética de la sociedad. Y mayor es la tendencia hacia la desafección y el abandono.
La crisis de representatividad por la que atraviesan los partidos políticos en nuestro país tiene buena parte de sus raíces en la desafección de la gente y en la desconfianza pública. Al evaporarse la fe en los partidos, se esfuma su capacidad para ser correa de transmisión entre la sociedad y el Estado. Su rol de intermediación se debilita y el espacio negociador pasa a manos de otras organizaciones sociales, las llamadas organizaciones no gubernamentales, por ejemplo. El nuevo protagonismo de las ONG no sería posible sin el vacío de intermediación que dejan los partidos políticos, atrapados como están en un conservadurismo obsoleto y en la premodernidad ideológica. No es casual que las cúpulas corruptas de los partidos se valgan de ONG de maletín, creadas a propósito para ser utilizadas como canales de lavado de activos y transferencias ilegales de fondos públicos. De esta forma, los políticos corruptos utilizan en su beneficio las ONG inventadas y, de paso, contribuyen al desprestigio y descalificación de todas las ONG en general. Dos pájaros de un solo tiro.
Mientras el proceso de deterioro y degradación avanza, los políticos siguen en su fiesta de candidaturas prematuras, disputándose cada cuatro años las migajas que dejaron sus antecesores, tan corruptos y descalificados como ellos. Es la de nunca acabar.
Pero no, todo proceso de degradación debe tener un principio y un final. Cuando este último llegue, la política podrá recuperar la confianza perdida y desplegará airosa su original naturaleza de ciencia y de arte. Todo es cuestión de tiempo y de paciencia…