De vez en cuando, aunque ahora con menos frecuencia que antes, se oye el redoblar de los tambores y refulgen al sol los sables desenvainados. Es la forma que tienen los militares de recordarle a la sociedad que están ahí, siempre atentos y vigilantes, prestos para el zarpazo definitivo que, casi por arte de magia, los reconvierte de fuerza apolítica en factor deliberante y decisivo. El tigre adormecido, clonado de pronto en factótum inevitable. Cosas de las llamadas democracias incipientes y tuteladas…
En días recientes hemos vuelto a escuchar el ruido de los sables y el ronroneo inicial de los tambores. La causa visible ha sido la sorpresiva renuncia de un alto jefe castrense, el segundo al mando aseguran, inconforme con algunos procedimientos internos del instituto armado y hastiado seguramente de ascensos indebidos y promociones polémicas. Sus colegas de armas han estado listos a emitir un comunicado de prensa en el que, con lenguaje aburrido y desgastado por el uso y el abuso, insisten, como siempre, en resaltar lo que llaman “unidad granítica” de la institución castrense, en un vano intento por restarle importancia a la súbita renuncia del segundo jefe del Estado Mayor Conjunto.
Las instituciones armadas, verticales en su estructura y fundamentadas en el respeto de las jerarquías, la antigüedad, los méritos en el servicio y la rígida disciplina, suelen estar orgánicamente distribuidas en las llamadas tandas, grupos de oficiales graduados en la misma promoción y coincidentes en los tiempos y cursos de estudio. El respeto al escalafón, que contiene y distribuye los grados y las promociones, es fundamental para el buen funcionamiento del cuerpo armado. Para ello existen reglamentos y protocolos, cuya correcta observancia asegura el buen desempeño y el funcionamiento normal de la institución mencionada.
La Constitución de la República pomposamente declara que las Fuerzas Armadas son una institución “apolítica y no deliberante”, lo que no es obstáculo para que la misma Constitución, en contradicción evidente, les otorgue la gelatinosa facultad de garantizar el orden democrático y la alternancia en el ejercicio del poder público. Cosas de las llamadas democracias incipientes y tuteladas…
Los políticos suelen dejar los asuntos de la defensa nacional en las manos exclusivas de los militares, disminuyendo así el control civil sobre los cuerpos armados. Pero, a veces, hay quienes sucumben a sus propias ambiciones y buscan indebidamente el apoyo militar a sus pretensiones gubernamentales. Es entonces cuando comienza la peligrosa incursión de la política partidaria en los ámbitos exclusivos de los hombres de uniforme. Se produce entonces una explosiva mezcla de las armas con los afanes proselitistas y las ansias de poder de los políticos criollos. Esta combinación imprudente produce casi siempre resultados desastrosos para la democracia y el Estado de derecho. La historia hondureña abunda en ejemplos y lecciones en esta materia.
La intromisión de la política partidaria entre los ciudadanos uniformados genera divisiones indebidas y alteraciones graves en el normal funcionamiento de las Fuerzas Armadas. Distorsiona la verticalidad de sus decisiones y desnaturaliza la rigidez disciplinada de sus estructuras. Las descoloca y confunde, a la vez que introduce en ellas el virus del sectarismo político y el afán innecesario de buscar posiciones e influencias por las vías equivocadas. El soldado asciende, o debe ascender, en base a sus méritos, sumados al buen desempeño académico y a la antigüedad en el servicio. Promoverlo por razones de preferencias personales o por la ambición irracional de sus padrinos políticos, no favorece a nadie y perjudica a muchos. Altera la armonía interior y abre grietas que debieran estar monolíticamente cerradas.
Cada vez que un dirigente político subordina los intereses de la institución castrense a la pretensión desmedida de su poder personal, las cosas salen mal y el país sufre las consecuencias. Pero, además, se engaña el político que cree poder gobernar con el solo apoyo de las bayonetas. Ya lo dijo el filósofo español: “las armas vencen, pero no convencen”.
Si un gobernante, carente de la legitimidad debida, repudiado por la mayoría de la población y reducido en sus esferas de poder dentro de su propio partido, cree que con el simple apoyo militar podrá sobrevivir políticamente y prolongar en forma indebida su mandato, se equivoca en toda la línea. Pero también se equivocan aquellos militares que, seducidos por las influencias y canonjías del poder político, olvidan sus deberes profesionales y abandonan la disciplina vertical que asegura la jerarquía y el orden interno de su propia institución.
A la larga, y también a la corta, nadie gana, ni los políticos que se entrometen ni los uniformados que sucumben. La sociedad pierde y el país sufre las consecuencias. Si de tanto politizar a la justicia, acabamos judicializando a la política, bien podría suceder que al intentar politizar a los militares, acabemos finalmente militarizando la política…