Está de moda hablar de presiones y, allá en la intimidad de las alcobas o de los consultorios, también de depresiones. Pareciera que las unas conducen a las otras, generando un clima de angustia colectiva e incertidumbre latente que a más de alguno lo tiene al borde de una crisis.
La más reciente carta enviada por un grupo de legisladores norteamericanos al presidente Donald Trump, para que el Poder Ejecutivo en Washington ordene la pronta aplicación de la temible Ley Global Magnitsky a varios políticos, funcionarios y diputados de los países del llamado Triángulo del Norte que, según las informaciones del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, han cometido serios actos de corrupción o de violaciones a los derechos humanos, tiene o debe tener a muchos con los pelos de punta. La advertencia se había hecho hace ya algún tiempo, cuando una legisladora de origen hispano introdujo la moción para modificar una Ley de Asignaciones y agregarle el párrafo que contiene lo de la investigación y la sanción. La propuesta fue acogida con agrado y casi entusiasmo por muchos de los representantes ante el Congreso de la Unión. Una vez aprobada, solo era cuestión de sentarse a esperar. Y, lo que se esperaba, sucedió.
La carta de los legisladores incluye un anexo en donde se aportan algunos datos sobre la personalidad y actividades de los candidatos a la sanción Magnitsky. Evidencian que los personajes mencionados han sido investigados por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos y, en consecuencia, han sido señalados como presuntos culpables. Sin embargo, no son esos servicios los llamados a condenarlos. Serán los jueces y los tribunales de justicia los que dirán la última palabra.
Entre otras reacciones, hay una que me llama mucho la atención. Es la reacción de algunos personajes, caza menor y caza mayor, que se muestran artificialmente ofendidos por lo que consideran una grosera intromisión de los norteamericanos en los asuntos internos de los hondureños. ¡Válgame Dios! Como si tal intervención fuera una novedad, como si no formara parte de la triste y vergonzosa historia de nuestros dirigentes políticos que, sin decoro ni vergüenza, han sido fieles sirvientes de los intereses norteamericanos a lo largo de los dos últimos siglos. Hasta ahora se vienen a dar cuenta que la Base de Palmerola está ahí, como un lunar oscuro en las franjas blancas de la bandera patria, como una afrenta a la siempre proclamada y nunca defendida soberanía.
No hay amo extranjero sin sirviente nacional, reza el apotegma de la sabiduría popular. Los factores externos sólo se vuelven decisivos y disolventes cuando las condiciones internas lo facilitan y estimulan. La soberanía es algo más que una palabra contenida en el texto constitucional. Se asume desde adentro, desde la conciencia colectiva y el orgullo local. Se interioriza al estilo de Froylán Turcios, rebelde en su soledad frente a la invasión extranjera. Se lleva como prenda de honor en la vida cotidiana y en el amor al terruño. La patria es la infancia, escribió Martí.
El sentido soberano de un pueblo está estrechamente asociado a las razones que alimentan o deberían alimentar el orgullo criollo. Sólo se es plenamente soberano cuando se es libre e independiente, cuando la autonomía es concebida como valor cotidiano que se defiende día a día, con coraje, con valentía, con sinceridad y decisión.
Pero cuando la soberanía se esgrime para proteger la inmundicia y disculpar el descaro, semejante defensa no es tal. Es apenas una treta, una argucia, una forma grotesca de simple hipocresía y falsedad. Agitar la bandera en la calle en defensa de la patria, para arropar después con esa misma bandera en la intimidad de la alcoba el tembloroso cuerpo de los corruptos, no es la mejor manera de defender a Honduras. Darse golpes en el pecho proclamándose defensores a muerte de la soberanía patria, mientras confunden el tintineo de las cajas registradoras con las notas del himno nacional (Omar Torrijos dixit), no es una forma de patriotismo sino una manifestación de oportunismo chauvinista, hace ya tiempo venido a menos en las relaciones internacionales y en el mundo globalizado de hoy.
Jorge Luis Borges, con esa ironía fina y erudita que solía utilizar, llamó “patriotismo de los tontos” a ese que proclama y defiende el nacionalismo cultural a ultranza, rechazando las buenas lecturas extranjeras para privilegiar demasiadas tonterías locales. Patriotismo de barricada callejera, tan efímero como oportunista en muchos casos. Es duro decirlo, pero es así.