viernes, 12 abril 2024
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De hijos suyos podernos llamar

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Ser salvadoreño es ser de allá, o de acá, o de cualquier parte, camaleónicos nos mimetizamos por las circunstancias, vivimos de memorias y mitos

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Autor: Gabriel Otero


Cuando alguien está lejos de su país la distancia tiende a deformar las imágenes, se ama su geografía, se idealizan sus cielos y volcanes, se nada en sueños en sus mares y ojos de agua, se paladean sus sabores que se disipan al despertar.

Se extrañan calores familiares, colores y olores, recuerdos vívidos, momentos distantes, pero no por eso menos intensos, uno se trae consigo lo que fue pero que ya no existe.

Y sin querer uno lleva al país en la piel como un sello, que sólo uno identifica porque nadie sabe de dónde somos, tal vez de una provincia del sur porque en nuestra manera de hablar nos comemos letras, tal vez de lejos o de más cerca.

Ser salvadoreño es ser de allá, o de acá, o de cualquier parte, camaleónicos nos mimetizamos por las circunstancias, vivimos de memorias y mitos, pensamos que por madrugar amanece más temprano y nos aferramos a que el sol alumbra solamente para nosotros.

Y creemos ser siempre víctimas de los otros, el destino nunca es nuestro, dependemos de las decisiones de este o aquel, y así ha sido la historia de nuestra Madre Patria, el país más pequeño del continente, el Pulgarcito de América, nuestra tierra que cabe en la cuenca del ojo y que nunca ha sido una Nación.

Ser salvadoreño es ser un eterno inconforme, nuestra sangre está en constante ebullición y reaccionamos violentos sin pensar en consecuencias, no reparamos en lastimar o exterminar al otro o los otros, total una lágrima tatuada en el rostro o una raya más en el pelaje del tigre nos da absolutamente igual.

Los salvadoreños somos distintos como los dedos de la mano, lo que no entendemos es que nos complementamos: el índice, el anular, el medio, el meñique y el pulgar, todos son útiles para formar un puño, todos son imprescindibles para acariciar o golpear.

Estamos dispersos por odios ancestrales sin percatarnos en la obligatoriedad de mirarnos en el reflejo del otro o de los otros para reconocernos en lo que somos y en lo que no ¿o tendremos que esperar lustros, décadas, siglos o milenios para ver renacer a la esperanza?

¿Estaremos condenados a llevar nuestro hogar en los pies y vagar como apátridas buscando amaneceres porque no tenemos cabida en 21 mil kilómetros cuadrados?

¿Algún día podremos exclamar orgullosos de hijos suyos podernos llamar?

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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