El sol colorea el paisaje con sus tonos naranjas encendidos y los grises desvanecidos de las nubes sobre el tenue fondo azul del cielo. El fresco de la mañana invade a la comarca; el gallo en lo alto del techo de teja, de la vieja casa de anchas paredes de adobe, saluda con su canto el nuevo día.
En su habitación, don Pedro despierta.
Hummm… buen día universo por este nuevo día; gracias por el aire que respiro, por la familia, por los amigos, por la naturaleza, gracias por la vida.
De esta forma, comienza don Pedro cada mañana, agradeciendo lo que la mayoría de las personas ni si quiera se da cuenta de que disfruta cada día de sus vidas.
Incorporado al costado de su cama se refriega los ojos, bosteza, estira sus brazos y luego las piernas. Nadie le acompaña, hace mucho tiempo que vive solo, pero en compañía de otros semejantes en la casa de la tercera edad.
Ve el reloj: son las seis de la mañana, sonríe y piensa:
Aún funciona mi reloj biológico.
Calza sus chinelas, se pone de pie, se estira nuevamente y toma de la mesa de noche el vaso con agua, que se encuentra al lado del libro que recién comenzó anoche a leer. Bebe un par de sorbos, se pone de pie y se dirige a tomar el baño.
Su paso es firme, aunque lento. Cruza la habitación, abre la puerta del baño y sobre al lavabo en el espejo, ve su cara con arrugas profundas y cabello cano, la imagen le resulta además algo borrosa, pues no llevaba los lentes; enciende la llave del agua fría y con sus manos la toma y enjuaga su cara.
¡Ah!, exclama.
Se quita la camisa, baja los calzoncillos y sé acomoda en el excusado; al poco rato en su cara se dibuja el gesto de satisfacción”¦ toma papel y hace lo propio una, dos, tres veces. Sentado aún en la taza deja la ropa interior y las chinelas, se pone de pie, estira su cuerpo de nuevo y en puntillas por lo frío del piso procede a encender la llave de la regadera, acerca la toalla, corre la cortina y entra a tomar el baño; moja sus extremidades primero, luego la cabeza y finalmente su cuerpo. Toma el jabón y se enjabona, aplica el champú y se enjuaga.
Se siente bien y nuevamente pensamientos de agradecimiento cruzan por su mente y la sonrisa se dibuja en su rostro al ver en a su mente a sus hijas y nietos; luego piensa en el quehacer del día.
Apaga la ducha, corre la cortina, toma la toalla y se da a la tarea de secar su cabello, cara, oídos y cuerpo, sale de la ducha y asegura la toalla en su cintura. Se coloca frente al espejo y procede a rasurarse, luego se arregla el cabello.
A pesar de su edad su físico es delgado, su postura erecta, lo que le ayuda a sentirse más joven de lo que en realidad es y ahora pasan por su mente los amigos que ya han pasado a mejor vida.
Se aplica desodorante y loción, la que le regaló el nieto menor en su reciente cumpleaños, de nuevo una sonrisa se dibuja en su rostro y la ve reflejada en el espejo.
Se dirige a la habitación, abre el armario y escoge su vestimenta; ropa interior, camisa, pantalón y zapatos”¦ regresa al baño, se viste y se ve en el espejo diciéndose: ¡estoy listo! Abandona el baño, cruza la habitación, abre la puerta y sale al amplio corredor de la vieja casa, su domicilio desde hace cinco años lugar que comparte con otras personas mayores.
Se conduce al comedor a tomar el desayuno, es de los primeros en llegar, toma el periódico y se sienta, con una sonrisa saluda a los que luego se le suman; luego se levanta y toma la bandeja dirigiéndose a la fila de servicio.
Pide: huevos, frijoles, plátano, jugo, queso y un par de tortillas, luego tomar asiento al lado de la ventana que da al jardín y saboreando cada bocado observando la colorida y apacible escena. Come hasta estar satisfecho.
Se levanta, traslada los platos al lugar indicado y saludando a sus compañeros abandona el comedor. Camina por el corredor en el que macetas de diferentes tamaños con bien cuidadas plantas y flores adornan su paso; llega al patio principal en cuyo centro un frondoso y viejo árbol de mango señorea. Se encamina a su banca favorita para tomar el sol de la mañana y meditar como es su costumbre.
Pasa el tiempo… y este día su permanencia bajo el árbol de mango se extiende más de lo usual. Nadie lo nota.
Cuando el sol ya calienta, Eva la enfermera lo ve desde lejos inmóvil y se acerca, lo llama por su nombre: “”Don Pedro, don Pedro. Se acerca más los ojos de Pedro están cerrados, toma su muñeca, no tiene pulso. Una lágrima corre por la mejilla de Eva, el cuerpo de don Pedro aún está allí, con una sonrisa en los labios, su alma lo ha partido.