miércoles, 1 mayo 2024

Cruzando la lí­nea roja: los tabús del porno, contados por una intelectual

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Aunque para muchos el cine de contenido sexual es una representación de lo peor de la sociedad, para otras personas se trata del mejor reflejo de los miedos y ansiedades de nuestro tiempo

Cuando los medios de comunicación, investigadores, psicólogos, sociólogos y antropólogos se enfrentan a la pornografí­a, suelen hacerlo desde dos puntos de vista opuestos. Por un lado, el más convencional y superficial, y por ello también el más difundido y cómodo, que es considerarla como una fuente de violencia y discriminación. Así­ visto, el consumidor de porno es un ser acrí­tico y abandonado a sus pulsiones que disfruta de la humillación, maltrato y perversiones que se presentan en la gran pantalla para él. Según dicha visión, el cine pornográfico no hace más que reforzar los clichés y tópicos de la sociedad en la que nace, como el sometimiento de la mujer al hombre, unas relaciones personales basadas en la humillación y el sacrificio de la racionalidad en aras del vulgar hedonismo.

Por otra parte se encuentran aquellos que, como la ensayista y crí­tica cultural Laura Kipnis, consideran la pornografí­a no como el detrito de la sociedad, sino como su espejo. Como explica en un estimulante artí­culo llamado «Cómo ver la pornografí­a», publicado en Bound and Gaged (Duke University Press), esta clase de contenidos audiovisuales son a una sociedad lo mismo que los sueños al individuo, y por lo tanto, pueden ser analizados de la misma manera que Freud hací­a con estos. “La pornografí­a no es una predilección individual: es central para nuestra cultura”, explica. Frente a aquellos que consideran que el porno es acomodaticio, banal y peligroso, Kipnis lo reivindica como una de las grandes expresiones transgresoras de la era moderna, dispuesta a cruzar las lí­neas rojas para mostrar a la sociedad lo que realmente piensa (y teme).

Lo que el ojo no ve (pero el porno muestra)

Ante esa visión del cine erótico como extremación de las convenciones sociales, Kipnis explica que el porno conoce bien la sociedad de su momento y la deconstruye de forma semejante a como la harí­a un artista provocador o un sacrí­lego. Debido a que el escenario del porno es la fantasí­a, se trata de un género mitológico e hiperbólico, que sigue sus propias reglas”¦ Y la principal es la transgresión. “Su mayor placer se encuentra en localizar todos y cada uno de los tabús y prohibiciones de la sociedad y transgredirlos sistemáticamente”, explica la autora, en un proceso al que equipara con el de los adolescentes que expresan su rebelión a través del sexo.

Ante todo, las transgresiones del porno son estéticas, explica Kipnis, y por ello, lo repulsivo (según los términos sociales convencionales) es esencial. En los diferentes géneros, el espectador puede observar cuerpos gordos, ancianos o incluso deformes practicando sexo: la apertura de miras del porno amateur o de los nuevos géneros se antepone de esa manera a “una cultura que ferozmente iguala la sexualidad con la juventud”. “La pornografí­a orienta la mirada hacia aquello que convencionalmente no se puede ver”, explica la autora, que recuerda que la pornografí­a, como el arte vanguardista, está lleno de shocks sensoriales y sorpresas estéticas.

Las violaciones de la pornografí­a de los códigos estrictos (que nos han sido impuestos desde la cuna) lo convierten en la cosa excitante y enervante que es

Incluso cuando el porno parece interiorizar las imágenes del mainstream,  lo hace a través de otros procedimientos, como la caricaturización. Es el caso de los cuerpos extremos (pechos grandes, penes grandes) o las relaciones de sumisión (hombres negros de grandes miembros con pequeñas muchachas, colegialas y profesores, maduras y jovencitos) que presentan en pantalla. La excitación del porno no se obtiene, como se suele pensar, de la mera observación del acto sexual ““pues si así­ fuese, la mayor parte de la producción no tendrí­a ningún público”“, sino en esa peculiar mezcla de la atracción y la repulsión. “Las violaciones tan especí­ficas y calculadas de la pornografí­a de los códigos estrictos (que nos han sido impuestos desde la cuna) lo convierten en la cosa excitante y enervante que es”. En la experiencia del consumo pornográfico se mezclan el placer y el peligro, la excitación y la indignación: “El peligro y el escalofrí­o de la transgresión social pueden ser al mismo tiempo profundamente gratificantes y extremadamente desagradables”, explica la autora.

Cuando las fronteras entre lo privado y lo público desaparecen

¿En qué momento surge la pornografí­a tal y como la conocemos? Kipnis explica que esta sólo tiene sentido dentro de “un proceso civilizatorio cuyos instrumentos son la vergí¼enza y la represión“. La mayor ruptura del porno, y que forma parte esencial del mismo, no es ni la presentación de actos brutales en pantalla ni la asunción de nuevos roles sexuales, sino derribar una de las grandes convenciones de la sociedad moderna: la separación entre lo público y lo privado. Es en esa  coyuntura histórica del surgimiento de la sociedad burguesa, en la que la privacidad es considerada como parte inseparable de la individualidad  de la persona, en la que se debe entender el surgimiento de esta expresión.

El porno está ligado de manera estrecha con el desarrollo de la clase media y su defensa del individuo  y sus deseos í­ntimos, un ser social que tiene derecho a desarrollar su potencialidad a través de su vida privada, pero que debe mantener esta fuera de la esfera pública. Es el mismo momento en el que las funciones corporales y sexuales pasan a ser consideradas como asquerosas o avergonzantes, algo que la autora data durante el primer Renacimiento, y  que ha terminado por conformar un mundo lleno de eufemismos

En  última instancia, la pornografí­a pone en tela de juicio los valores de las clases dominantes, como muestra la habitual confrontación entre las expresiones culturales consideradas como respetables (el teatro, la ópera o la literatura), racionales y juiciosas, y las deplorables, como la propia pornografí­a o la telerrealidad, que coincide en aquella en su “mal gusto”,  pero también en la exhibición de todo aquello que la sociedad considera  tabú. Si los rasgos deseables son “las buenas maneras, la privacidad, la ausencia de vulgaridad y la transformación de los instintos corporales en un comportamiento educado”, el porno debe mostrar todo lo contrario.

El porno debe ser bajo, vicioso, idiota, popular y definitivamente antirromántico

“¿El porno nos de asco? Mejor”, escribe en Libération Agní¨s Giard  a propósito del artí­culo de la ensayista estadounidense. “Cuanto más asco nos da, mejor representa su papel”. En resumidas cuentas, señala la  autora francesa, “el porno debe ser bajo, vicioso, idiota, popular y definitivamente antirromántico”. Es decir, contraponerse a los valores de la sociedad para señalar cuáles son aquellas cosas de las que no se puede hablar. A fin de cuentas, gran parte del contenido pornográfico no  es más que una proyección de los miedos de las clases altas sobre las bajas, “brutales, animales, sexualmente voraces“, frente a la “racionalidad, contemplación e inteligencia” que supuestamente rigen nuestras vidas conscientes, pero que se resquebrajan ante la visión de la pornografí­a.  

Tomado de: El Confidencial.

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