De niño mi tío me preguntaba, así en plural, “¿y cuántas novias tenés?” y yo mentía para asegurarle que yo era tan macho como él. Ya a los 12 me preguntaban que si ya había ido donde “las muchachas”, y como me daba pena y no contestaba, aseguraban que para evitar caer en la homosexualidad y para que me hiciera hombre me llevarían a “la casa rosada”, ese burdel en la calle del Palo Verde donde se escogían muchachas como escoger pan dulce.
Crecí creyendo que no era suficiente tener una. Mi tío tenía varias. Mi otro tío compraba mi silencio para que no le dijera a su mujer que él había ido a la casa de su novia. Otro tío tenía una mujer en cada pueblo. Mi propio padre me confesó que era su hijo número 99. Don Toñito el zapatero era un amor con medio mundo. Se rumoraba que se pasaba con mujeres de una clase social a otra y no era particularmente por su belleza o riqueza.
Todos los ejemplos de masculinidad apuntaban a ser mujeriego. Ese era el rol del hombre. Y como hombre podía hacer lo que quisiera y acostarme con quien quisiera porque al fin y al cabo “el hombre no sale preñado” decía una de mis tías que aceptaba las infidelidades de su marido. Ya aquella salsa puertorriqueña nos taladraba el subconsciente: “Tú te negabas, yo insistiendo. Pero después fuimos cayendo al dulce abismo que pretendes esconder”. Y si analizamos esta frase o las denigrantes letras de muchas canciones nos daremos cuenta que hemos estado a la merced de este comportamiento por años.
Fui creciendo y creyendo que debía acrecentar el arsenal a mi disposición. Esa era mi realidad y la de muchos que pensaron ver a las mujeres como un objeto. Se espera que la mujer sea sumisa y monógama mientras es aceptable que los hombres tengamos a la de la casa y a las de turno.
Yo creo en la igualdad: o todos en la cama o todos en el suelo.
En Estados Unidos la situación es un tanto parecida. Los adolescentes van libremente a fiestas donde se sabe que habrá alcohol (recordemos que es ilegal consumir alcohol en los EEUU antes de los 21 años). Los muchachos se jactan de tomar y de hacer estupideces mientras se emborrachan. Las muchachas son espectadoras de los hechos y se les presiona para que tomen. Ya una vez alcoholizadas los chicos hacen de las suyas. Los padres lo justifican con la frase “boys will be boys” o “los chicos actúan como chicos”. Frase que se ha vuelto en contra de Brett Kavanaugh, un candidato a juez de la Corte Suprema de este país.
A Kavanaugh se le acusa de, estando ebrio, haber querido abusar de Christine Blasey Ford durante una fiesta de adolescentes. Él lo niega. Hay gente que le cree por ser blanco, hombre y acaudalado. ¡Y así pasa en muchos casos donde uno sabe que el culpable es el hombre pero culpamos a la mujer! Ah, que ella no debió haber usado mini falda, ah que ella sabía que iban a tomar, ah que qué hacía con un hombre solo, ah que ese escote enseñaba mucha piel, etc. Muchas veces caemos en el error que si una mujer no dice que no quiere decir que consiente nuestro comportamiento machista. O creemos aquello de “yo llego hasta donde ella me deje”. Si no dice nada no es porque lo acepte, sino porque tenía temor, miedo, confusión, o simplemente porque no supo qué hacer o qué decir.
Debemos enseñar a nuestros hijos, con nuestro ejemplo, a reconocer nuestros errores y a rectificarlos. Debemos instruir a nuestros hijos a respetar la integridad de las mujeres para no dañar o causarles traumas que duran toda una vida, como lo es el caso de Dr. Ford. Debemos inculcar en nuestras hijas el respeto propio, repetirles hasta la saciedad que su cuerpo es de ellas y de nadie más y que ellas deben hacer con su cuerpo lo que les plazca y no lo que alguien les indique. Debemos inspirar confianza para cuando algo suceda nos lo cuenten. Y no dudar en su testimonio ni justificar al perpetrador.
Está en nuestras manos cambiar estas costumbres que promueven la superioridad masculina. Está en nuestras manos el forjar un futuro más justo, equitativo y seguro para las futuras generaciones.