Por Wilmar Castillo
En medio del Paro Nacional (PN) que estalló el 28 de abril en mi país, se generó un fenómeno mural amplio, diverso y rebelde que inundó las calles de las ciudades junto a los/as manifestantes. Estos murales expresaron en mensajes concretos el sentir del estallido social como: “Estado genocida” “Estado feminicida” “6042 y sumando” “Policía asesina” “Estado asesino” “Que paren el genocidio” que despertó la indignación de la gente de bien que consiguió pintura y protección policial para censurar estos murales.
Se dieron cita grupos de personas adineradas y otros a quienes estos pagaban por pintar con color gris y/o blanco estos murales con la excusa de que eran mensajes de odio y contaminaban visualmente la ciudad, pero la verdad estuvo debajo de esas acciones de censura una ideología asesina alimentada por la tradición de desaparecer físicamente al adversario político que tiene aún la derecha criolla. En este caso la desaparición se dio en el plano simbólico, pues el tapar los murales se tradujo en callar las voces críticas del régimen imperante al denunciar el trato de guerra estatal a la protesta social y por recordar el carácter asesino del orden social vigente colombiano contra los sectores populares; así como se mata al contendor político también se matan sus mensajes con un brochazo.
La violencia estructural colombiana se puede explicar con ayuda del sacerdote jesuita Javier Giraldo así: una legislación que ampara y permite la represión de las Fuerzas militares; la imposición y legitimidad de la doctrina del “enemigo interno” encausada a la insurgencia, a todo el universo del movimiento social y la oposición política; el paramilitarismo como parte de la estrategia estatal de controlar el territorio y garantizar el modelo económico capitalista; un aparato jurídico institucional con total injerencia del gobierno nacional dotándolo del poder de perseguir y encarcelar al movimiento social y oposición política; existencia de entidades “protectoras” de los Derechos Humanos que embolatan las denuncias entre papeleos y carpetas sin resultados integrales para las víctimas.
Esta violencia estructural es vigente y el PN ayudó a reafirmar su existencia a través de los sectores sociales adinerados que defienden sus privilegios a cualquier costo. La censura de estos sectores sociales hace parte de la violencia cultural que es reflejo de su forma de ver el mundo y forma de actuar frente al otro (que no es de su clase social) la cual pretende tener al resto de la sociedad en una parálisis vital que impide el movimiento dialectico de la historia humana y en donde el resto de las personas viven solo para producir las riquezas que sustentan su estilo de vida lujosa y elitista; esta estrecha visión se esconde detrás de sus camisas blancas, pintura gris y armas de fuego disparadas contra los manifestantes y en total complicidad con la Policía Nacional.
La incomoda interpelación de los murales con mensajes críticos expuso una visión de mundo sustentado en proyectos de nación consecuentes con la promoción de la vida digna sin restricción alguna, y esa esencia se plasmó en los colores y formas de las gigantes obras urbanas que quedaron grabados en la memoria colectiva del y después del PN. El efecto de la censura reaccionaria fue el incremento de murales en los lugares censurados y la creación de más murales en nuevos espacios reapropiados por colectivos y artistas urbanos que junto a convocatorias amplias en redes sociales se logró el apoyo y participación de los habitantes de las ciudades que tuvieron empatía con la lucha social del PN, juntándose así talento y solidaridad.
Solo resta evidenciar las juntanzas y diferentes tipos de organización en los actores muralistas que hayan nacido en el PN con el ánimo de seguir inundando las ciudades de colores, arte y pensamiento crítico; como muestra también de la herencia de los colectivos muralistas que en el siglo pasado sembraron ideas de rebeldía y esperanza a pesar de la censura mortal de las dictaduras militares.