Cuando se tiene corta la edad y el tiempo de sobra, uno se puede dar el lujo de contar lo que sea: los coches rojos que pasan en la calle, las hormigas cafés y negras dirigiéndose a su laberinto y los días que faltan para llegar a la navidad.
De adulto, cuando se acortan los años, se hace el recuento de las cosas que falta por hacer o las que nunca se hicieron, aunque suene a filosofía barata, a mayor experiencia menor es el tiempo de vida.
En diversas etapas quise ser ingeniero agrónomo, futbolista profesional y piloto. El amor al campo me brotó entre las orejas cuando acompañaba a mi padre a las granjas avícolas de su empresa en Sonsonate y Santa Ana.
Los sábados, él y yo, salíamos de la casa muy temprano a desayunar en Lourdes: frijoles negros, queso, crema fresca, plátanos fritos y pan de pueblo, manjares que nos sustentaban hasta el almuerzo en el que nos servían bistec con carne de becerro nonato y papas que comíamos en algún lugarcillo de la carretera.
En Lourdes estaba la incubadora, enorme galera con separaciones y aparatos de la invención del holandés Cornelius Drebbel, donde se aceleraba industrialmente el proceso de nacimiento de pollas ponedoras que se distribuían en toda Centro América y el sur de México.
En Santa Ana estaba Singuil, la granja legendaria plagada de árboles de morro, lodazales y piedras de río, ahí mi padre sufrió su primer infarto, uno de tantos. Cuentan los trabajadores que cuando Don Julián sintió los punzones del corazón y ese dolor en el pecho, tomó una gran piedra redonda y se golpeó con todas sus fuerzas: se salvó la vida sin doctores de por medio.
Mi padre afirmaba que vivíamos del culo de la gallina, tenía razón, el gremio avícola no se preocupaba por esas nimiedades ontológicas de preguntarse si surgió primero el huevo o la gallina, discusiones tan en boga en la vigente Asamblea Legislativa, sino que sólo se dedicaba a la nobilísima labor de crear fuentes de trabajo y alimentar a la población.
Las empresas de antes, tenían esos matices aldeanos que fomentaban sentidos de pertenencia y cariño a lo que se hacía, todo lo contrario a la despersonalización que conllevan los códigos de barras y a la desvalorización de los trabajadores actuales. En otras palabras, ayer teníamos nombres y hoy somos números.
En esos años, recién se estrenaba la carretera a Santa Ana y a mi padre lo seducía la velocidad y le metía a fondo al acelerador, aquello era mejor que las carreras en Los Planes o en Merliot antes de que se construyera el autódromo del Jabalí.
Y ahí lo vimos llegando a su nido entre los peñascos: un torogoz adulto volando a baja altura.