Por: Benjamin Cuéllar.
Hay varias coincidencias entre Agustín Farabundo Martí y Augusto César Sandino, hasta por sus primeros nombres. El salvadoreño nació el 5 de mayo de 1893 y el nicaragüense el 18 del mismo mes, pero en 1895. El “Negro”, como le decían al primero, fue fusilado el 1 de febrero de 1932 cumpliendo órdenes del entonces “pichón” de tirano: el brigadier Maximiliano Hernández Martínez, apodado el “Brujo”; el “General de hombres libres”, así llamaron al segundo, fue ejecutado a traición el 21 de febrero de 1934 por decisión de Anastasio Somoza García, alias “Tacho”, entonces jefe de la Guardia Nacional del país vecino y dictador desde 1937 hasta su muerte en 1956. Antimperialistas ambos, combatieron contra las tropas invasoras estadounidenses en Nicaragua; Sandino al mando de esa cruzada y Martí como su secretario. Cada cual inspiró la lucha revolucionaria de las décadas de 1970 y 1980 en sus países natales, que terminaron concretándose organizadamente en el Frente Sandinista de Liberación Nacional y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Entre Somoza García y Hernández Martínez, también hubo coincidencias. Los dos fueron asesinados y fallecieron lejos de las tierras en que nacieron, ciertamente para mal de estas. El primero fue balaceado por el poeta Rigoberto López Pérez, miembro del Partido Liberal Independiente, el 21 de septiembre de 1956, y falleció ocho días después en un hospital estadounidense ubicado en Panamá; a López Pérez le metieron más de cincuenta plomazos los guardaespaldas de “Tacho”. El déspota guanaco murió el 15 de mayo de 1966 –diez años después de lo sucedido con su tiránico colega chocho‒ en una hacienda hondureña adonde residía en compañía de José Cipriano Morales, su “Mil usos” quién lo cosió a puñaladas; casi veinte le metió.
Considerando todo lo anterior, no puedo más que preguntarme qué tendrán Nicaragua y El Salvador para que se entrecrucen así las historias de sus gobernantes sátrapas; qué culpas, si es que las hay, han pagado y están pagando en la actualidad sus pueblos junto a los de Honduras y Guatemala cuyas lamentables historias patrias –para su infortunio– no son diferentes a las mencionadas.
Derrotado Anastasio Somoza Debayle ‒“Tachito”‒ se instaló en julio de 1979 la primera Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, que fue remozada al renunciar dos de sus integrantes en abril de 1980. En marzo de 1981, nombraron a Daniel Ortega coordinador de la tercera de estas y el 10 de enero de 1985 le colgaron la banda presidencial, que le entregó cinco años después a Violeta viuda de Chamorro tras haber triunfado en las elecciones del 25 de enero de 1990. Ortega también perdió las de 1996 y las del 2001, pero en el 2006 volvió a ganar doce años después. Tomó posesión en enero del 2007 y desde entonces continúa en el cargo, ocupándolo ininterrumpidamente por dieciséis años; a estos deben agregarse los otros cinco de la década de 1980 y los cuatro como líder de la junta gobernante durante la misma.
¡Un cuarto de siglo ha tenido en sus manos las riendas del país! Ninguno de los miembros de la dinastía dictatorial de los Somoza le gana. “Tacho” estuvo dieciséis años, casi diecisiete, pero con intervalos; “Tachito” arañó la década, también con pausa. Y Luis, su hermano, cerca de los seis y medio de corrido.
Entrevistado Ortega hace unos cuatro años por un medio internacional, la periodista le preguntó si la Nicaragua actual era la que imaginó cuando luchaba contra la dictadura somocista y al inicio de la triunfante revolución sandinista. “He estado contento –respondió– con lo que logramos construir a partir del 2007…, hasta el 18 de abril del 2018”. La corresponsal le pidió precisar qué pasó ese día. Él respondió así: “El 18 se logró poner en práctica, ya con una fuerza mucho mayor, el plan de los Estados Unidos de destruir el proyecto”.
Nicaragua había sido el país más pacífico y seguro de la región, con un crecimiento económico importante… hasta ese 18 de abril del 2018, cuando de repente las “fuerzas oscuras imperiales” sacaron a la gente en tropel a protestar. No quedó más que activar las “turbas divinas” orteguistas y su fuerza policial, para reprimir sangrientamente semejante “osadía”. Esa es la “historia oficial” a la que se refirió Ignacio Martín-Baró; historia de la cual siempre, al menos, hay que desconfiar. Aunque las muertes y la prisión, el destierro y la desnacionalización de tanta gente por ser oposición, la desmienten. Y si Ortega llegó caminando a convertirse en el déspota que es, por eso de las coincidencias antes referidas su colega acá va que vuela al galope para allá.