Por Francisco Martínez / Foto de portada IPS
El Acuerdo de Chapultepec del 16 de enero de 1992, suscrito por el Gobierno de El Salvador y los Representantes de las Organizaciones político militares aglutinadas en el FMLN, puso fin a la guerra civil y permitió iniciar el desmontaje de la dictadura militar en El Salvador.
Pero ese Acuerdo fue la resultante de un complejo, dinámico, paciente, tenaz, realista y comprometido proceso de construcción de una correlación local e internacional que privilegiara la solución política al conflicto armado mediante la negociación.
Para los muchachos de nuestro país que son la mayoría hoy, que nacieron en la posguerra, dos de cada tres salvadoreños tienen menos de treinta años, a veces le es incomprensible lo sucedido en esos años de locura. Y esto se agrava, por la irresponsabilidad de una clase política que no actúo a la altura del nuevo momento, y debido a que los problemas estructurales e históricos no se han resuelto. Y por eso, y con justa razón, se preguntan y reclaman para que sirvió la guerra, para qué tanto sacrificio humano, para qué se destruyó la infraestructura si el país sigue siendo un país de injusticias y desigualdades donde pocos se beneficia del esfuerzo y dolor de muchos.
Por ello, es importante rescatar los hechos y de reflexionarlos a la luz de la nueva realidad, y, de forma crítica, avanzar en propuestas para no regresar al pasado ni repetir aquella locura. No se trata de olvidad e ignorar lo sucedido, se trata de asimilarlo para construir un país integrado, de bienestar y de oportunidades.
La salida política con soluciones de democratización a la crisis de gobernabilidad en los 70 y al conflicto armado en los 80, estuvo en la agenda, pero no logró, sino sólo hasta después de noviembre 89 tener un acompañamiento creciente de la comunidad internacional en general y muy particularmente del gobierno de los Estados Unidos.
La conflictividad político social de los años 70, incrementada en los años 78-79 ante la ilegitimidad y debilidad del fraudulento gobierno del General Romero, hizo que la dictadura de nuevo tipo buscara medidas de contención llamando en mayo del 79 a un Foro Nacional, pero sin abandonar las acciones represivas de verdadero salvajismo de los cuerpos de seguridad y de los escuadrones de la muerte, marchas reprimidas a fuerza de metralla y apoyo de tanquetas, cárcel, torturas, desaparecimientos, asesinatos y masacres, que generaban en la sociedad una sensación de desaliento, desesperación, rabia e impotencia.
Por qué el gobierno del General Romero llamaba al dialogo en el foro nacional mientras en las calles, los barrios y pueblos la represión y la barbarie se incrementaban, la respuesta es simple, porque los poderes oligárquicos no estaban dispuestos a conceder NINGUNA apertura democrática.
La respuesta de los sectores populares ante el llamado de Romero al Foro Nacional fue la radicalización de su accionar y la convocatoria al Foro Popular. El triunfo de los sandinistas en Nicaragua cerró la posibilidad de salida política a nuestro conflicto social. Por un lado, el temor de la dictadura y sus adláteres ante un cambio revolucionario acá les empecinó en su decisión de cerrar cualquier espacio a reformas democráticas y privilegiaron la represión y el exterminio de los opositores; por el otro lado, los movimientos populares y sus organizaciones político-militares se llenaron del voluntarismo de si Nicaragua venció El Salvador vencerá.
El golpe de Estado de octubre del 79 fue la reacción retardada del gobierno de Estados Unidos y de sectores de derecha por controlar la situación, mediante una proclama que ofrecía reformas. Pero la vorágine de la guerra estaba desatada.
La gran marcha del 22 de enero de 1980, (cien mil personas concentradas en las calles de San Salvador, desde el parque Cuscatlán: hasta lo que era el canal 2; hasta la Universidad de El Salvador; hasta el cementerio La Bermeja; sobre la 23 Avenida norte y calle Arce, y, sobre la 23 Avenida sur y la 4ª Calle Poniente) aquella apoteósica movilización popular no hizo sino insuflar en las fuerzas populares el espíritu insurreccional y de cambio por la vía de la revolución. Pero, igual generó un terror en las fuerzas de la dictadura y la oligarquía que respondieron con la sangrienta e indiscriminada represión.
En el fondo las organizaciones democrático-revolucionarias, siempre consideraron que la salida a la guerra pasaría por una negociación, pero, para llegar a ese desenlace había que derrotar en el plano militar y político la resistencia de la dictadura y en el plano internacional había que ganar la voluntad de Estados Unidos a la salida negociada.
El año 89 fue el parteaguas para la solución política negociada, la llegada de George W. Bush al gobierno de Estados Unidos y los cambios internacionales acaecidos con la caída de la URSS replantearon la política exterior de Estados Unidos, y, a nivel local, una guerra empantanada, las reformas contrainsurgentes fracasadas y un aliado democratacristiano derrotado que facilitaron la llegada al gobierno de ARENA como representación de los sectores oligárquicos, además, la demostración de fuerza, presencia nacional y respaldo social a la guerrilla con la ofensiva militar de noviembre; y, como punto de quiebre, la masacre en la UCA y la responsabilidad criminal del régimen; estos aspectos, pusieron en la agenda de Washington la búsqueda de la salida política a la guerra civil. Pero el desenlace requirió de un proceso que inició en abril del 90 y concluyó en Nueva York en diciembre del 91, para que formalmente se suscribiese el 16 de enero de 1992 el Acuerdo de Chapultepec que puso fin al conflicto armado.
Pero era de sobra entendido que callar las armas de la guerra civil no significaba por arte de magia pasar a una realidad de paz y de prosperidad, era el cierre de una etapa de violencias y de locura, y el inicio de otra etapa en la gran lucha nacional para construir un país mejor. Era básicamente el inicio de una etapa de luchas para impulsar la democratización del país, garantizar el irrestricto respeto a los derechos humanos y reunificar la sociedad salvadoreña. Esa era la nueva perspectiva para hacer la lucha cívica y democrática.
Hay que decirlo, si bien los luchadores sociales se comprometieron a impulsar aquella agenda democrática y asumieron responsablemente el acuerdo. Los sectores oligárquicos, vieron esos acuerdos, siempre con desconfianza, sin un compromiso real para cambiar las cosas, sin dar marcha atrás en sus prácticas y terminaron haciendo del nuevo momento sin guerra civil un gran negocio. Capturaron el aparato público, impulsaron su agenda neoliberal e impulsaron decisiones de política pública sin tener en el centro el desarrollo de las personas, sino, pusieron en el centro su enriquecimiento.
El acuerdo incluyó a última hora y con poco desarrollo, la creación del Foro para la Concertación Económica y Social, con la participación igualitaria de los sectores gubernamental, laboral y empresarial, con el objeto de lograr un conjunto de amplios acuerdos tendientes al desarrollo económico y social del país, en beneficio de todos sus habitantes. Pero, el sector oligárquico y su gobierno incumplieron este compromiso, ya sin ejército guerrillero y con un débil sector sindical y social no hubo capacidad social de llevarlos a la mesa de discusión.
A 30 años de aquellos acontecimientos, no se trata de celebrar en vacío un acuerdo, sino de reflexionar sobre los temas de esa agenda que aún están sin realización y buscar que el gobierno de mayorías que hoy dirige la política del país se comprometa con la agenda democratizadora, que combata frontalmente la corrupción (corruptos y corruptores), que modifique las causas del empobrecimiento continuo de nuestra población, que defina políticas públicas para un país de iguales con oportunidades de desarrollo y bienestar.
Los padres, hijos e hijas, esposos y esposas, familiares y amigos de los asesinados y desaparecidos, quieren verdad y justicia y el compromiso de nunca más repetir aquella barbarie.
La guerra popular fue la respuesta del pueblo oprimido ante el poder despótico de la dictadura y el poder oligárquico. No debemos regresar a aquella locura, debemos pasar a la esperanza de un nuevo país.
Es el momento de relanzar la acción social por las reforma política y económica que asegure un país con cohesión social, sin discriminaciones, con respeto a los derechos humanos, con libertades y soberanía, con justicia social, con bienestar y prosperidad. Es el momento de edificar un nuevo país con alegrías y para el goce de todos.