El pueblo catalán ha sorprendido al mundo. Desarrolló el referéndum de auto-determinación el pasado domingo, 1° de octubre, y en las jornadas posteriores ha protagonizado gigantescas movilizaciones de protesta por la represión y violencia policial de que fue víctima. Ha sorprendido por su tenacidad, su capacidad de aguante y espíritu de sacrificio, por su talante democrático y vocación pacífica. También es sorprendente su grado de organización y capacidad conspirativa.
Los organismos de inteligencia del estado español resultaron incapaces de impedir la logística básica de la consulta popular. Decomisaron millones de papeletas, sin embargo éstas no faltaron en los centros de votación. También hubo en ellos las indispensables urnas, importadas desde China e ingresadas clandestinamente desde Francia, en una especie de “ruta Ho Chi min” catalana. Asimismo funcionaron páginas web informando los lugares de votación y sistemas informáticos para el recuento de votos. Hubo referéndum. Es un hecho. Sólo eso significa ya una victoria. Un triunfo de las fuerzas políticas catalanistas pero, en especial, un triunfo del protagonista principal: el propio pueblo catalán.
Es bastante obvio que el gobierno español subestimó las capacidades de la nación catalana y no midió el grado de compromiso y conciencia nacional de sus gentes. Pensó impedir con medidas policiales que abrieran los colegios electorales, creyó que podría confiscar urnas y papeletas, que su despliegue agresivo amedrentaría a los miembros de mesas electorales y a los posibles votantes. Calculó mal. Sus fuerzas represivas resultaron insuficientes, pese a reforzarlas con más de diez mil agentes de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, traídos de otros puntos de la península. Era demasiada la participación. Se ha dicho que, de los 5 millones 343 mil ciudadanos aptos para el sufragio un 42%, o sea, 2 millones 248 mil electores acudieron a votar. La multitud desbordó el operativo policial.
Hubo referéndum en los 943 municipios que tiene Catalunya. La Generalitat previó 2 mil 315 centros electorales, de los que los cuerpos represivos apenas lograron tomar control y anular 319. Ello fue por la gran cantidad de personas que acudió a defender – de manera pacífica, exponiendo sus cuerpos a los porrazos y las patadas – los lugares de votación. Al final del día habían tenido que recibir asistencia médica 893 personas, cuatro de ellas heridas de gravedad. Ahora policías y guardias civiles se quejan del clima de hostilidad y dicen sentirse “acosados”. Es lógico que sean tratados como una fuerza de ocupación, cuando se han comportado como tal.
Los vídeos de las cargas policiales contra pacíficos ciudadanos que simplemente querían ejercer su derecho al voto, su derecho a decidir, le dieron la vuelta al mundo. El estado español se deslegitimó gravemente con esa brutalidad policial ante sus socios de la Unión Europea. La causa catalanista, en cambio, ha ganado simpatía y solidaridad. Y en el territorio catalán se ha extendido la indignación ante la desproporcionada represión. La huelga general de protesta del martes paralizó totalmente Catalunya.
El futuro inmediato se mira difícil. En especial porque desde las autoridades españolas se mantiene la negativa a tratar políticamente un tema que es político. Han judicializado el problema, evadiendo sus responsabilidades. En realidad lo que ocurre es que al nacionalismo catalán se contrapone otro, el español; frente al catalanismo, el españolismo. Muchos sospechan que se trata de una táctica de las derechas, tanto la catalana como la española, acosadas ambas por sonados escándalos de corrupción. El tema corrupción ha salido de la agenda, lo que resulta muy conveniente para una y otra.
La verdadera izquierda es internacionalista y no cae en tales trampas. Pero en capas importantes de la población, tanto en Catalunya como en España, falta instinto político de clase y el nacionalismo prende fácilmente en ellas, con toda la carga emocional de los discursos patrioteros y populistas. Es sensata la postura de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que defendió el referéndum pero se opone a una declaración unilateral de independencia, al tiempo que pide la mediación europea y la apertura de un diálogo entre el estado español y el gobierno catalán. Pero no es fácil que pueda imponerse en el actual ambiente crispado.
Los catalanes se sienten ahora menos españoles que nunca. Pretender que lo sigan siendo a la fuerza va a volverse insostenible muy pronto. O se negocia un nuevo modelo (podría ser sobre la base de la propuesta de un esquema de estado federal que plantea el partido socialista) o la crisis va a escalar. Ser aceptados en la Unión Europea como europeos tampoco parece un camino fácil para los catalanes. Tanto España como Catalunya tienen mucho que perder si sus líderes no se comportan a la altura, si no generan diálogo y acercamientos, si no arriban a una base mínima de consensos, desde el respeto y en la búsqueda de preservar la indispensable convivencia. Sólo la receta de más democracia puede salvar la democracia, por ahora débil, frágil y bajo sospecha.