Por Hans Alejandro Herrera
No tiene ni doscientos días en el poder y el gobierno de Pedro Castillo ya va en su cuarto gabinete ministerial. La inestabilidad de su gobierno y la caída en picada de su popularidad, comienzan a convertir a su administración en el principal problema del Perú.
Sin timón y en el delirio, así podría definirse la actual gestión del presidente del Perú, Pedro Castillo, la cual hasta ahora no ha podido, o querido, demostrar un rumbo claro de su administración. Sin unas bases de votantes definidos, ni cuadros técnicos propios, así como su propia bancada de congreso rota casi desde el comienzo, el primer gobierno de izquierda autóctona desde los años 80s, ha demostrado ser incapaz de dar un rumbo al país. Con una oposición sin disposición de diálogo de parte de la derecha tradicional, y supuestos aliados de izquierda y centro izquierda cada vez más disconformes con el gobierno por no obtener cupos de poder, la situación del actual gobierno se viene complicando de manera acelerada.
En la actualidad es difícil poder responder si el actual gobierno del Perú es simplemente incapaz de resolver los problemas nacionales, o si se ha convertido en el principal problema del país.
Desde el comienzo, la administración Castillo no pudo presentar un primer gabinete completo los días siguientes a su toma de poder. Tampoco su primer premier pudo durar mucho, por supuestos nexos con la corrupción y el terrorismo. La fragilidad de su cúpula dirigente ha llevado al negociado de carteras de ministerios por parte de otros partidos “aliados” de izquierda. Lo cual ha chocado con algunas bases provinciales que llevaron al poder a Castillo. Para esto hay que reconocer dos izquierdas antagónicas en Perú, una izquierda social y sindical, que aglomera a campesinos, obreros e indígenas, y otra izquierda limeña, progresista a favor de derechos sexuales o de ideología de género. Estás dos izquierdas no tienen puentes de comunicación, se ven con desconfianza, y además reflejan la brecha entre el Perú profundo y Lima, su capital, con necesidades y valores distintos. A eso súmese una derecha cada vez más radical que acusa las elecciones que dieron como presidente a Castillo, de fraudulentas; y un tercer factor: la urgencia de cambio de parte de más de la mitad del país. Toda esta presión cae sobre un presidente que deja cada vez más claro que no tiene preparación.

Pero no todo es culpa de Castillo. La ingobernabilidad así como la inestabilidad política son una herencia de los últimos cinco años. Perú ha tenido cinco presidentes en cinco años. Presidentes liberales, de centro, derecha, centro izquierda y ahora uno, Castillo, de extrema izquierda, quienes viven un ambiente político enrarecido como consecuencia de la deslegitimación de la institucionalidad del ejecutivo a raíz del estallido de denuncias del caso Lavajato. Los casos de corrupción desencadenados a mediados de la anterior década llevaron a los ex presidentes peruanos desde prisión domiciliaria al suicidio, pasando por prisión preventiva y extraditación. Con esto el golpe al poder ejecutivo (el Perú es un país que sigue un modelo republicano francés, con un fuerte peso de la presidencia de la República) ha desencadenado una mayor y fuerte presencia política del Parlamento, el cual entre su polarización y alianzas entre bancadas no dudan en reunir cada vez más poder, pero sin un aporte a la estabilidad, sino más bien tienden al abuso de su papel de fiscalización para acentuar la crisis (algo parecido al modelo republicano parlamentario italiano, dónde los presidentes no duran más de un año).
Pero no todo es coyuntura. “No soy un político, no fui entrenado para ser presidente”, fueron las declaraciones de hace dos semanas del presidente Pedro Castillo a un periodista de CNN. Estás declaraciones solo acentúan a un congreso cada vez más adverso a su gestión a presionar el botón de NEXT.
Hace unos días Castillo visito al gigante sudamericano, y contra su habitual rechazo de quitarse el sombrero, se lo ofreció a un extraño aparente nuevo amigo, como es Bolsonaro. Esto ha disgustado no a la izquierda del interior del Perú, sino a la izquierda blanca de Lima. Esto acontece poco después del derrame de petróleo de Repsol en las costas de Lima y su pobre gestión de parte del ejecutivo. Además está la caída en dos días de todo el gabinete de ministros anterior, por acusaciones de violencia contra la mujer del hace unos días premier Héctor Valer. Aunase a esto la subida de precios, la gestión de la pandemia, marchas cada mes (las primeras de derecha, la última organizada por la izquierda limeña), más acusaciones de corrupción a un entorno presidencial cada vez más evidentemente frágil y sin preparación, o la oferta de mar a Bolivia de parte del presidente, que luego la cancillería retractó.
Lo que todavía podría ser el Evo Morales peruano, cada vez se parece más a una broma cínica del destino. Con una popularidad que se desploma cada semana, a Castillo le queda cada vez menos tiempo y campo de maniobra, mientras algunos, los más apresurados, ya especulan un gobierno de transición que acabe su periodo de mandato o nuevas elecciones. Entretanto el Perú no sabe a dónde va, y posiblemente no lo sepa en algún tiempo más.