Por los vientos que soplan, se adivina la tormenta, dice el saber popular. La campaña electoral que ya está entrando en su fase de intenso apogeo, se anuncia desde ahora como una cargada de improperios, descalificaciones groseras, insultos y ofensas sin límite ni recato. La difamación y la calumnia proliferan en las redes sociales y en no pocos medios de comunicación. Expertos difamadores de todos los bandos y colores van mostrando poco a poco su arsenal infame de insultos y groserías. Es la hora de la procacidad y la vulgaridad.
La calidad de una campaña electoral sirve, entre otras cosas, para medir el nivel de la cultura política de los actores participantes. Si el insulto sustituye a las ideas y la calumnia reemplaza a la propuesta, la calidad de la campaña reflejará un bajo, bajísimo nivel de cultura democrática. La ausencia de ideas creadoras, junto a la proliferación de vituperios y groserías, muestra, como en un espejo, el sensible déficit de cultura política tolerante, plural y moderna. Así de simple…
Quienes seguimos de cerca el desarrollo de esta campaña electoral hemos podido comprobar, no sin cierta desilusión y molestia, el peligroso rumbo que va tomando la estrategia publicitaria de los diferentes actores. Unos más, otros menos, casi todos los autollamados “estrategas” tienden a descalificar al adversario en lugar de promover sus propios planteamientos y propuestas. El ataque personal, la descalificación grosera y el insulto descarado, con lenguaje soez y procacidad abundante, parecen ser algunos de los instrumentos preferidos por estos mal llamados “estrategas de campaña”. Algunos de ellos, extranjeros incluidos, se ufanan de sus malas prácticas y pregonan, sin pudor ni disimulo, la experiencia acumulada en campañas similares y el dominio perfecto del arte de difamar. Su objetivo es descalificar al contrario, exponiendo al público sus reales o falsos defectos y minimizando al máximo sus reales o falsas virtudes. Se trata de liquidar al candidato, no de refutar sus ideas.
A lo largo de la transición democrática, prolongada y siempre inconclusa, los ciudadanos hemos ido a las urnas en al menos diez ocasiones, incluida la elección de la Asamblea Nacional Constituyente en 1980. En este prolongado periodo hemos ido formando, poco a poco – tropiezos y parálisis incluidos – una cierta cultura electoral, una acumulación de hábitos y costumbres derivados del ejercicio reiterado del sufragio. Pero, ojo con esto, no toda cultura electoral es forzosamente una cultura democrática. La primera puede existir sin la segunda, pero al revés es imposible, la segunda no puede prescindir de la primera. Muchos dictadores en la historia de nuestro continente han celebrado elecciones como un ritual recurrente y cotidiano. Stroessner en Paraguay y Somoza en Nicaragua llevaban a cabo elecciones con periodicidad pactada y siempre las ganaban. Creaban así costumbre electoral pero no permitían cultura democrática.
En el transcurso de casi cuatro décadas de transición inconclusa, los hondureños hemos aprendido, o deberíamos haberlo hecho, a celebrar elecciones cada cuatro años. Nos hemos acostumbrado a ellas, pero no parece que hayamos aprendido a practicarlas en base a las reglas que impone y aconseja la democracia. Seguimos siendo víctimas del fraude y la manipulación, seguimos siendo simples votantes, sin lograr convertirnos plenamente en electores. Votamos, pero no elegimos. Otros lo hacen por nosotros.
Y, como si fuera poco, con frecuencia pareciera que en lugar de avanzar retrocedemos. La campaña sucia que ya ha comenzado es una prueba evidente de lo que decimos. Al privilegiar la calumnia y la agresividad verbal como métodos preferidos en la estrategia publicitaria, revelamos, sin quererlo, la dimensión del retroceso y la parálisis agobiante que sufrimos en el proceso de construcción de valores y cultura democrática. Vamos para atrás, justo cuando deberíamos ir hacia adelante.
La conformación de una alianza opositora y el irregular fenómeno de la reelección ilegal, forma vergonzante del continuismo presidencial, son factores nuevos que, sin duda, aportan novedad al proceso, pero también incorporan elementos suficientes para la crispación y el enfrentamiento radical. La alianza va de frente y con todo contra la reelección, mientras el partido gobernante se empecina, irresponsablemente, en reelegir al gobernante. He aquí dos factores suficientes para encender los ánimos y caldear el ambiente. La agresividad verbal de los llamados “estrategas de campaña” sólo servirá para echar más leña al fuego y agregarle gasolina…Mucho cuidado con eso.