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Cada ombligo es un universo

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"El chavoruquismo, por lo tanto, es una categoría propia de imbéciles y acomplejados, hay que envejecer con dignidad y señorío": Gabriel Otero, sobre el envejecimiento.

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Por Gabriel Otero


Posterior a sus abluciones y la ducha diarias, se peinaba. Con este asunto de la pandemia el rito debía repetirse al regresar del trabajo, cuando no se sabía nada del virus se creía que bañarse después de salir era una medida doblemente preventiva.

Aunque ahora él lo hacía porque le asqueaba la suciedad, era un problema movilizarse en el transporte público por los hedores, la sola idea de acarrear gérmenes en las manos lo horrorizaba eso sin mencionar las náuseas causadas por el profundo olor a sobaco del prójimo mezclado al tufo a torta de milanesa o a salsa valentina de los dorilocos, golosinas tan saboreadas en la urgencia y la mugre.

Era un tipo pulcro, lento se escrutaba las arrugas, y se contemplaba la cara que se le iba cayendo con los años, luego se esparcía aceite en la barba para humectar las resequedades de la piel. Se masajeaba el mentón y las mejillas para después untarse crema en los nudillos, brazos, codos y todo el cuerpo.

Su hermana decía que la vejez era la muerte en vida, nada más fiel que el espejo para atestiguar esta contundente verdad. Por mucho que practicara el onanismo mental, la parábola de su vida descendía como la de todos sus contemporáneos, para las erosiones del tiempo no hay engaños, un lustro o una década siempre han sido cinco y diez años aunque el cretinismo y las liviandades sociales intentaran minimizar lo evidente. El chavoruquismo, por lo tanto, es una categoría propia de imbéciles y acomplejados, hay que envejecer con dignidad y señorío.

Se miraba el abdomen, la protuberancia que le crecía abajo del esternón le llegaba hasta la cintura, en diez años se había comido todo lo que encontraba a su paso y su estómago y su piel se estiraban, de repente observó el botón hinchado de su ombligo, no hacía mucho era una cavidad estética agradable a la vista, ya no, sumió la panza en vano y se acordó de la última vez que visitó a su Tío Gabriel en Santa Catarina.

Verse el ombligo era una evocación Proustiana, su mente lo llevó a recordar las palabras de su padre cuando le dijo que el Tío Gabriel tenía un ombligo del tamaño de tres monedas de a peso de las antiguas. Esas infidencias de la anatomía familiar en su momento le resultaron simpáticas, hoy la sola idea de verle la barriga al tío le resultaba grotesca y peor aún compararla con la suya.

No obstante, la memoria de su tío era cordial y cariñosa, un gnomo gordo y de pelo blanco que en su jubilación se dedicaba a tallar casas para pájaros y muñecas.

¿Cómo se vería el que se refleja en el espejo un par de décadas adelante?, en temas de vida es difícil planificar el día con día, pero en general de salud se sentía bien, salvo ese odioso vértigo que lo dejó postrado como tres semanas. Se vistió apresurado, empezaba a retrasarse, en esta ciudad no había tiempo para nada.

Se lavó las manos y salió a la calle cavilando en que cada ombligo es un universo, y pensar que después de cortado el cordón umbilical no sirve para nada.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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