La sola palabra burocracia nos remite, sin mediación previa, a la idea de un escritorio, un buró, una oficina y, sobre todo, una o más personas, enfundadas en su solemnidad encorbatada, concentrados en pilas de papeles cargados de siglas y códigos indescifrables para nosotros, los simples mortales. Son los burócratas estatales, los señores y señoras encargados de organizarnos la vida y aplicarnos las mil y una fórmulas que ellos mismos inventan para complicarnos la existencia y recordarnos, siempre, que somos súbditos involuntarios del Leviathan inevitable.
Cada vez que nos vemos obligados a entrar en contacto con una dependencia estatal, es decir cada vez que debemos realizar algún trámite que implique acudir a la administración pública, estamos condenados a encontrarnos con algún burócrata aburrido, ansioso por hacer sentir su influencia y anhelante por atrapar en sus redes enmarañadas a un distraído e inocente ciudadano. El que cae en sus redes no tiene ni idea del tormento burocrático que le espera.
La burocracia es insufrible, pero, a la vez, se nos presenta como un mal necesario. Y seguramente lo es. El Estado no podría funcionar sin el auxilio indispensable de los burócratas. La administración entera se paralizaría si no fuera por estos compatriotas que, abnegadamente o con desgano cómplice, dedican sus mejores horas laborales a atender los asuntos del Estado. El problema no reside en su existencia per se. Más bien consiste en su forma de actuar, en los intereses colectivos que genera, consolida y defiende, en su forma de reproducirse y protegerse, es su modus operandi.
El burócrata disfruta la complejidad administrativa. Es más, la promueve y necesita, porque entre más difícil y enrevesado sea un trámite, mayor es su capacidad de discrecionalidad al momento de tomar decisiones. La maraña burocrática y la excesiva “tramitología” son el agua en la que nada el pez de la corrupción. Por eso, la burocracia en demasía y la ausencia de suficientes controles, tanto internos como externos, son terreno propicio para que el burócrata haga de las suyas y someta al ciudadano a un viacrucis infinito dentro del laberinto estatal.
Me dirán que es injusto generalizar al momento de calificar a los burócratas. Y es cierto. Toda generalización, en última instancia, sucumbe al vacío de la simplificación. No todos los servidores públicos son burócratas insufribles. Los hay diligentes y atentos, que asumen su papel de servidores por encima del rol de simples funcionarios. Los hay buenos y malos, como en todos los campos de la vida. Pero, eso sí, asegúrese usted, amigo lector, de no caer en las manos de un burócrata malévolo que no solo se encargará de hacerle imposible la vida sino que también le vaciará sus bolsillos.
La corrupción y el exceso de burocracia van de la mano. A mayor complejidad burocrática, mayor discrecionalidad del burócrata y, por lo mismo, mayor vulnerabilidad del ciudadano usuario de los servicios administrativos del Estado. El solicitante de un servicio burocrático se siente indefenso e inerme ante la telaraña administrativa que le espera. No sabe qué hacer o, si cree saberlo, muy pronto se dará cuenta que es un ingenuo, que ha caído en la red de los burócratas y que no hay racionalidad que valga. El burócrata, en cambio, se siente más fuerte y seguro, indispensable, entre más complicado sea el trámite solicitado. Esa es una de las razones por las cuales la burocracia, en tanto que estamento social – y no clase social –, se opone con mil y una argucias y maniobras a los esfuerzos por descentralizar el Estado. Entre más concentrados y rígidos son los mecanismos internos del Estado, mayor será el poder discrecional de la burocracia y, en consecuencia, mayor el espacio para el crecimiento y desarrollo de las prácticas corruptas. Burocracia excesiva, ausencia de controles y vigilancia, politización partidaria y corrupción creciente, son algunos de los retos pendientes en la sociedad hondureña.