sábado, 7 diciembre 2024

Biden vuelve al realismo en Arabia Saudita

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Por Barak Barfi

WASHINGTON, DC – La visita del presidente de los Estados Unidos Joe Biden a Arabia Saudita está resultando bastante controvertida. Después de mantener una postura inicial dura y supuestamente principista contra Riad al comienzo de su mandato, ahora Biden se dispone a adoptar una estrategia más conciliadora. Este vuelco enfureció a los críticos, pero hay buenos motivos para agradecer el cambio.

Durante la campaña presidencial de 2020, Biden calificó a Arabia Saudita como un estado «paria». Ya instalado en la Casa Blanca, relegó al ostracismo diplomático al gobernante saudita de facto, el príncipe heredero Mohammed bin Salman (o MBS, como es habitual llamarlo). Y el año pasado, el gobierno estadounidense publicó un informe de inteligencia que culpa a MBS por el brutal asesinato en 2018 del periodista saudita Jamal Khashoggi.

Pero el encarecimiento de la energía y una inflación que está por las nubes (junto con el malestar popular que han alentado) cambiaron los cálculos de Biden. Ahora su gobierno necesita con urgencia que Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos aumenten la producción de petróleo. Y eso implica volver a aceptar a MBS en el redil.

Pero contra las afirmaciones de los críticos, esto no es una muestra desestabilizante de debilidad estadounidense. Por el contrario, Biden está adoptando por fin una política estadounidense de eficacia comprobada. En relación con Medio Oriente, la aceptación estadounidense del statu quo casi siempre resultó la opción más estable (y deseable). Aunque las políticas enérgicas o activistas de Estados Unidos a veces producen breves períodos de respeto y admiración de los actores regionales, no tardan en degenerar en desdén, inestabilidad y humillación.

Basta pensar en la experiencia con el presidente Dwight D. Eisenhower en los años cincuenta. El ascendiente regional de Estados Unidos venía en aumento desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para consolidar la posición del país en la región, Eisenhower exigió que el Reino Unido, Francia e Israel se retiraran del territorio egipcio después de la Crisis del Canal de Suez (1956). Pero apenas dos años después, cualquier buena voluntad generada por Eisenhower quedó destruida, cuando el ejército estadounidense intervino en el Líbano para dar estabilidad a su frágil gobierno.

Ronald Reagan fue otra víctima de la misma pauta destructiva. Al principio intentó proyectar poder en Medio Oriente, y en 1983 envió tropas al Líbano para controlar una guerra civil. Pero después de dos atentados que dejaron 258 estadounidenses muertos, Reagan se apresuró a retirarlas. Eso no causó buena impresión en los actores regionales. ¿Cómo era posible que una superpotencia supuestamente poderosa no fuera capaz de resolver un conflicto en un país más pequeño que Connecticut y con menos habitantes que Kansas?

En los noventa y dos mil, Irak se convirtió en la principal fuente de agitación en Medio Oriente. Cuando en 1990 las fuerzas del presidente iraquí Saddam Hussein invadieron Kuwait, George Bush (padre) lanzó una campaña de bombardeos que duró 38 días (transmitida en vivo por la CNN) seguida por una guerra terrestre de cien horas. El ejército iraquí fue aplastado, Kuwait fue liberado. Y Estados Unidos recuperó el temor y la admiración de los actores regionales. Por ejemplo, Siria (que en 1983 había combatido contra las fuerzas estadounidenses en el Líbano) depuso la resistencia y se unió a un proceso de paz patrocinado por Estados Unidos.

Pero el respeto no duró. Al no conseguir que Hussein cediera el poder, Washington adoptó una política de contener y aislar a Irak. Los aliados regionales de Estados Unidos (por ejemplo los EAU) se opusieron y demandaron la reintegración de Hussein al orden del mundo árabe. Se abrió entonces un cisma.

El mismo ciclo se repitió en los dos mil. Una rápida invasión estadounidense (ordenada por otro George Bush, el hijo del primero) derribó a Hussein y dejó a los adversarios apabullados. El líder libio Muamar el Gadafi renunció a sus armas de destrucción masiva, se unió a la campaña contra el extremismo islámico y aceptó la hegemonía regional de los Estados Unidos.

Pero una vez más, el período de gracia para Estados Unidos terminó pronto. El ejército estadounidense se empantanó en la lucha contra la insurgencia iraquí. Los diplomáticos estadounidenses no consiguieron resolver viejas enemistades y conflictos sectarios. Allí donde Estados Unidos intentó sembrar la semilla de la democracia, brotó en cambio un satélite de Irán.

El poder de Estados Unidos volvió a estar en declive. Hasta sus más firmes aliados lo desafiaron; por ejemplo, el líder egipcio Hosni Mubarak se negó a visitar Estados Unidos durante seis años. Siria (otra vez un adversario) intentó desestabilizar los gobiernos con respaldo estadounidense en Irak, el Líbano y los territorios palestinos.

A lo largo de esta historia, el principal objetivo de Estados Unidos siempre fue la estabilidad. Eso implicó mantener buenas relaciones con gobiernos autoritarios (de Egipto al Golfo) que niegan derechos básicos a sus habitantes.

Hoy los saudíes y los emiratíes están muy insatisfechos con la política estadounidense hacia Irán; en particular, su tímida respuesta a los ataques de Yemen (representante de Irán) contra sus territorios. Pero así como Biden no puede hacer mucho más que tratar de aplacarlos, aquellos no pueden hacer mucho más que aceptar la hegemonía regional de Estados Unidos. China y Rusia, que rechazan las sanciones internacionales contra Irán y lo apantallan en las Naciones Unidas, no protegerán a estos frágiles petroestados contra los mulás.

Egipto, en tanto, se ha aproximado a la órbita de Rusia. Pero para tener alguna esperanza de mantenerse a la par de Israel en la carrera armamentista necesitará las armas estadounidenses. En cualquier caso, el cuerpo de oficiales del ejército egipcio tiene amargas memorias del trato que recibieron sus antecesores de parte de los asesores soviéticos enviados después de la guerra de 1967. Un general egipcio escribió: «Son bruscos, ásperos, a menudo arrogantes».

Del mismo modo, China no puede resolver la disputa que Egipto mantiene con Etiopía por la cuestión del agua, a pesar de ser el principal inversor y prestamista de Etiopía. El único que puede hacerlo es Estados Unidos, con su larga experiencia en resolución de conflictos, un historial de cumplir sus obligaciones y abundante disponibilidad de fondos.

En 2018, tras el asesinato de Khashoggi, sostuve que los intereses comunes y la dependencia mutua terminarían prevaleciendo sobre el deseo de aplicar a los sauditas los mismos estándares que a otros aliados estrechos de Estados Unidos. La visita de Biden a Arabia Saudita muestra que llegó a la misma conclusión.

Traducción: Esteban Flamini

Barak Barfi fue investigador en la New America Foundation e investigador visitante en la Brookings Institution.

Copyright: Project Syndicate, 2022.
www.project-syndicate.org

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Barak Barfi
Barak Barfi fue investigador en la New America Foundation e investigador visitante en la Brookings Institution; analista internacional de ContraPunto
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