Por Gabriel Otero.
CHESTER
A Chester no le gustaba mirarse al espejo mientras le cortaban el cabello, bajaba los ojos como si le diera pena su reflejo, su conducta era ridícula, la vanidad es el aliento para asistir a una estética ¿sino para qué? En teoría es para verse bien y sentirse mejor.
Pero Chester desviaba la mirada, tal vez porque el estilista era notablemente emanado del Grenwich Village de Nueva York con su melena afro y rubia, los ojos profundamente azules y sus modos gay abiertos, tal como años después declarara un famoso cantante ante las sospechas de su sexualidad: lo que se ve no se pregunta, así era el blondo profesional del cabello, la obviedad era su característica.
¿Quién mandaba a Chester meterse a esa estética en la esquina de Lindavista y Manizales en el norte de la Ciudad de México? ¿la fama del estilista? ¿o sería cierto que los homosexuales tendrían el talento y glamur para cambiarle a uno la imagen? El asunto es que ahí habíamos concurrido después de clase, como dos típicos preparatorianos, a que nos tijerearan el pelo en capas, con raya o camino en medio. Para mí era lo más simple del mundo, para él, que recién regresaba de un intercambio en Londres, no.
La timidez de Chester suplicaba que el estilista terminara con esa tortura de estar sentado frente a un espejo de mitad de pared, ahí nada se escapaba, su enorme nariz aguileña se veía más pronunciada, digamos que un tucán tenía el perfil más discreto que el del amigo Chester y el soneto a una nariz de Quevedo, con aquellos versos célebres del “erase un hombre a una nariz pegado”, palidecían ante el reflejo contundente de mi compañero.
Aunque pensándolo bien, Chester tenía razón, a medida que le cortaban el cabello, su nariz parecía expandirse, le invadía la frente y sus mejillas se hacían redondas y sus ojos se hacían chiquitos como almendras, pero aún no sucedía lo peor. El estilista terminó y cobró una buena cantidad por el acicalamiento profesional de ambos, es un decir, a Chester no le lucía para nada la innovación en el corte.
Chester bajó a toda prisa, abrumado, abrió la puerta de cristal del local con la indeseable suerte de encontrarse con la camioneta de Chacón que transportaba a otros buleadores profesionales de nuestro colegio. Así se pudo escuchar una serie de improperios juveniles en la calle de Lindavista, que iban desde el mayate, joto, muerde almohadas, flor de loto, y jacaranda hasta el personalizado y directo: Chester es puto y le gusta.
Una meada me libró de la avalancha de comentarios por hacer escala en el baño antes de salir de la estética, no obstante, pude escuchar el griterío alejándose, Chester al verme me reclamó, yo solo me carcajeé con ganas, para mis adentros lo compadecí.
Al día siguiente los rumores sobre la sexualidad de Chester retumbaron en las paredes del Tepeyac, la leyenda negra se esparció como reguero de pólvora, aún después de haber salido de bachilleres, Chester era para algunos el joto que le pagó favores sexuales a otro joto.
La estética desapareció, hoy es una veterinaria, Chester de 59 años recuerda ese día de primavera en que su reputación se hizo añicos.
La adolescencia es cruel.