A raíz del último caso de censura de una exposición de arte no deberíamos quedarnos encerrados en su anécdota ni en la denuncia que se limita al desahogo y a veces a los ajustes de cuenta personales. Este caso revela cierto estilo de dirección en los equipos de personas que nos han gobernado en los últimos años. Lo menos que se puede afirmar de dicho estilo es que lo caracteriza su falta de “tacto”.
Falta de tacto le llamo a la violencia administrativa con que las altas instancias del gobierno corrigen o anulan decisiones que han tomado funcionarios de menor rango en sus áreas específicas de gestión. Esto es algo que puede hacerse, obviamente, pero en una democracia estas correcciones o anulaciones se justifican, se argumentan, procurando respetar en todo momento la autonomía relativa que ha de tener cada área de gestión gubernamental y la persona del alto funcionario que la dirige.
Si no se justifican estas decisiones, su falta de tacto revela un estilo de dirección de naturaleza autoritaria. Pero en este caso de censura hay muchas más implicaciones, dado que la decisión gubernamental –de excluir ciertas pinturas de una sala de exposición pública– atenta contra el principio de la libertad de expresión y contra la autonomía que se supone que tiene el arte. Esta decisión supone también una brutal falta de respeto a la persona de los artistas que han sido excluidos. Si no se respeta la dignidad de los artistas, no se respeta el arte. Si no se respeta la autonomía de los creadores, no se cree en el arte libre. Se podría replicar que la libertad artística tiene límites, pero cuando esta se restringe hay que presentar argumentos, hay que presentar justificaciones y hay que escuchar qué aducen en su defensa aquellas personas cuya libertad de mostrar su obra ha sido limitada por una decisión política. En una democracia, el gobierno no es dios.
Si le preguntáramos por separado a los miembros actuales del gobierno por el respeto que sienten por “la cultura”, la mayoría posiblemente responderían que tienen un alto concepto de ella. En la práctica, sin embargo, esa alta valoración subjetiva se traduce en decisiones donde implícitamente la cultura es un área gubernamental de segundo o tercer orden. Y en la práctica, el trato positivo que se da a los compañeros “creadores” es de naturaleza paternalista. En el fondo, no se les considera sujetos respetables de interlocución, aunque ocasionalmente se les invite a que expongan sus opiniones (en especial, cuando se acercan las elecciones para la Presidencia de la república).
Ahora bien, si el actual gobierno no concede mucha importancia a los artistas como sujetos de interlocución es porque también los artistas, como gremio, no se han hecho respetar ni valorar cuando han sido objeto de desprecio político por parte de esta izquierda que tanto dice apreciarlos. Sé que es difícil, pero la autonomía del arte y el respeto a su libertad creativa que exigen los artistas no son condiciones garantizadas de por sí, son espacios que deben ganarse frente a las injerencias restrictivas de las instancias religiosas, políticas y económicas. Sería bueno que de todos estos hechos aprendiéramos todos: los artistas, que deben fortalecer su autonomía; la izquierda política, que sin cultura no hay cambio y que tampoco hay cambio sin valores democráticos.