Anne Carson es una poeta madura que se salta con una sorprendente naturalidad las fronteras convencionales de los géneros literarios. Ella es ensayista, ella es poeta y no hay nada sorprendente en eso, ni siquiera cuando ella decide juntar, fundir, la lírica y el ensayo en un mismo libro. A estas alturas de la vida, ella no vende esta fusión como un gesto radical. Según la poeta, es lo que hoy hace todo el mundo (meter imágenes en los textos, combinar prosas y versos, etcétera, etcétera). Y tiene razón, cien años después, las audacias vanguardistas de principios del siglo XX están hasta cierto punto normalizadas. Las técnicas vanguardistas constituyen ahora un fértil anexo al repertorio de los procedimientos estilísticos. Pero, aun así, no deja de sorprender la naturalidad con que Anne Carson asume la elegancia y la inteligencia con que salta por encima de las convenciones que aun separan a la lírica de otros géneros del discurso.
Y, fíjense lo que son las cosas, eso que ahora todavía asombra de Carson, y a lo que ella resta importancia, es lo que hizo hace medio siglo un poeta salvadoreño al que todavía cuesta asociar con las aventuras formales de la vanguardia. En una obra suya, ese poeta juntó prosa y verso, historia y literatura, en un juego formal atravesado por la irreverencia: irreverencia contra la historia oficial y contra las convenciones literarias dominantes. Los jurados de un prestigioso premio literario le dijeron entonces que aquello no era poesía. Y unas cuantas décadas más tarde, un joven y presuntuoso crítico literario salvadoreño volvió a decir lo mismo –eso no es poesía– quedándose tan satisfecho como un rey obeso que acabara de empollar un huevo de oro.
A menudo se juzga la calidad de nuestra literatura pasada y reciente, pero rara vez se polemiza sobre la calidad de nuestra crítica literaria en su doble vertiente: académica y amateur. Tenemos buenos críticos en ambas canchas, pero hasta los buenos críticos perpetran juicios erróneos y mantienen con vida enfoques que, por lo menos, convendría discutir.
A pesar de ser muy útil por razones clasificatorias y porque proporciona una explicación muy simple de los siempre complejos cambios estéticos, el enfoque generacional ha introducido una comprensión distorsionada de la zigzagueante poesía salvadoreña de la segunda mitad del siglo XX. Para empezar, le dio un dudoso carácter homogéneo a los distintos proyectos que emergieron de ese conjunto de creadores agrupados bajo la discutible etiqueta de generación comprometida. En aras de una identidad colectiva de naturaleza moral se borraron las diferencias estéticas que acabaron distinguiendo, e incluso separando, a los “miembros” de esa “generación”.
Partiendo de esa dudosa identidad grupal se llegó a decir que la poética de ese grupo era la misma que la de Roque Dalton. Si se confunde la ética con la poética quizás, pero si se subrayan los rasgos formales de la visión literaria de Dalton solo cabe afirmar que casi ninguno de sus compañeros de generación lo siguió en su aventura poética vanguardista.
Y así como es discutible que la lírica de Dalton haya sido el modelo formal asumido por su generación, por las mismas razones debemos restar fuerza al presunto gran impacto que se atribuye a su voz en la creación poética posterior a 1975. Tan influyente malentendido crítico se debe a que no se distingue la influencia moral de Dalton de lo que fue su influjo literario. Aunque ambas dimensiones (la ética y la poética) puedan estar relacionadas, no conviene confundirlas. Claro que importa explorar las vías por las cuales su militancia política condicionó su lenguaje lírico y pudo afectar también a cierta poesía escrita por otros, pero ha sido un gran error que la figura del poeta armado nos impidiese ver que Roque, como escritor habituado a saltar sin pasaporte por encima de las respetables fronteras de los géneros literarios, era clarísimamente un poeta transgresor, un poeta vanguardista.
Por andar señalándolo como el gran poeta mártir de la revolución, se nos olvida destacar que es la gran figura de la vanguardia literaria salvadoreña en la segunda mitad del siglo XX, al menos en el capítulo de “la poesía”.
Se nos ha repetido hasta el aburrimiento que los contenidos de su “poesía” impiden tomarla como modelo en el siglo actual y eso puede ser cierto hasta cierto punto, como cierto puede ser también que tanto los experimentos formales de Dalton como la complejidad de su propuesta creadora tampoco son muy del gusto de una comunidad de literatos como la nuestra que ha terminado adoptando la sublime rutina del surrealismo como la única cara posible de los atrevimientos vanguardistas. En ese sentido, libros como las “Historias prohibidas del pulgarcito” (en tanto que puerta creativa abierta por la que casi nadie ha entrado) revelan hasta qué punto sigue viva nuestra querencia por las viejas y convencionales fronteras de los géneros literarios. El viejo y muerto Roque, en cambio, pertenece al linaje de Anne Carson y en esa medida continúa vivo, aunque sea en la forma de maestro solitario que aguarda que lo lean con más inteligencia los poetas venideros.