El siglo XXI avanza rápido no sólo en términos cronológicos, sino en términos económicos, sociales, culturales y medioambientales. Cambios de distinta índole su suceden por doquier; la llamada “sociedad líquida” pareciera haberse impuesto definitivamente.
En la sociedad líquida, así como unas personas desplazan a otras, al ir más rápido que ellas, unas cosas desplazan otras (como sucede con los nuevos modelos de teléfonos celulares que desplazan incesantemente a los antiguos, que eran “nuevos” apenas ayer).
Este estar en viviendo en velocidad, de prisa, desplazando a quienes aparecen en el camino como un obstáculo a vencer, erosiona la convivencia social, al introducir prácticas agresivas y violentas en las relaciones sociales. Este es el efecto inmediato y cotidiano del ir a toda prisa haca cualquier parte.
Pero hay otros efectos de mediano y largo plazo. Uno de los más graves es la pérdida de perspectiva de lo que es importante y de lo que es secundario en la realización personal, familiar y social. Lo más inmediato y fácil se convierte en lo más importante. Los proyectos que exigen miradas de largo plazo, compromisos y disciplina se pierden de vista. El ahora es lo único que cuenta.
Se pierde de vista la solidaridad y la cooperación, sin las cuales una sociedad decae en la anomia y la pérdida de sentido de sus miembros. En una sociedad en la que “llegar primero” es lo más valorado, quienes se rezagan son despreciados, son vistos como “perdedores” y “fracasados”. Lo cual quiere decir que no deben ser objeto de atención y protección, sino de rechazo y condena. En una visión competitiva de la vida, como la que alimenta la cultura neoliberal, el bien común y la opción por las víctimas brilla por su ausencia.
¿Podemos encontrar algo en Mons. Romero que nos ayude a plantarnos de otra manera ante esta cultura de lo líquido, lo inmediato y lo fácil?
Por supuesto que sí. Hay muchas ayudas para ello en su labor pastoral y en su obra político-teológica. Mencionemos tres.
La primera es la de hacer los necesarios altos en el camino para tomar distancia de los acontecimientos y no dejarnos arrastrar por ellos. Cuánta falta hace en la conciencia ciudadana el hábito del “alto en el camino” y la meditación acerca de cómo se está parado en la realidad.
No tomar una mínima distancia de los acontecimientos y no meditar sobre nuestras acciones, supone ser arrastrados por dinámicas en las cuales deberíamos intervenir. Mons. Romero manejó con maestría el hábito de la toma de distancia, el alto en el camino y la meditación sobre las propias acciones.
La segunda ayuda que nos puede dar Mons. Romero es la de ensañarnos a establecer prioridades en nuestra vida, pero no cualesquiera prioridades, sino aquellas que ponen en primer lugar la dignidad de las personas, y principalmente de las más débiles y vulnerables. Definitivamente, no todo da igual en la vida de las personas; no todos las metas personales y sociales son equivalentes.