Por Gabriel Otero.
El socio y el principio del fin
La desventaja del dinero es que siempre se quiere más. Las ganancias de Julián se multiplicaron a velocidades inauditas, y debió involucrar a un amigo de juerga al que convirtió en socio minoritario con poder de decisión, a Lucinda le causaba muy mala espina, algo en su interior le decía que el tal Juan de la Reguera se transformaría en el Judas de la sociedad. No se equivocó.
Juan de la Reguera, personificaba el típico ladino mexicano, de modales melifluos, hablaba con diminutivos, poseía el embrujo y don de gentes y una labia privilegiada de encantador de serpientes. Abogado de profesión y de cabello engominado, le apodaban “El cabaretero” por su predilección por los tugurios y antros de mala muerte. Llevaba una doble vida, de día era muy persignado, dejaba a sus hijos en un colegio católico y litigaba en los tribunales y de noche tenía un privado en el Catacumbas y otro en el Waikiki desde donde atendía los negocios en compañía de una botella de Bacardí, sus transacciones incluían el manejo de un tropel de ficheras y la venta de alcohol adulterado a bares y restaurantes del centro del Distrito Federal.
Sus negocios eran exageradamente lucrativos y tenía influencias en el gobierno, entre los famosos “tanprontistas” que exigían su tajada del pastel en los bajos mundos. Este era un régimen encabezado por ellos y se conocía así porque tan pronto asumieron el poder se construyeron mansiones y adquirieron yates y carros de lujo. Entonces Acapulco era su sitio de recreo, los nuevos ricos construyeron marinas y hoteles y se le atribuye al presidente de entonces, Miguel Alemán Valdés, su desarrollo como centro turístico de primer nivel, la costera lleva en la actualidad su nombre.
Entonces empezaron las señales de alarma. Los operativos de hacienda comenzaban a ser frecuentes en las bodegas de Acapulco propiedad de Julián, al principio parecían rutinarios, pero le estaban contando las costillas de manera minuciosa para detectar evasiones, o algo parecido, el estado endureció sus políticas fiscales para beneficio de los escogidos.
El erario tenía puertas abiertas para los llamados cachorros de la revolución, los hijos de generales y coroneles se hacían justicia y se cobraban deudas imaginarias que la República tenía con ellos.
Las malas rachas siempre llegan como la marea roja arrasando con todo, Lucinda manejaba su Ford rojo en Doctor Vértìz cuando otro carro se pasó el alto en una intersección de calles, el parabrisas se estrelló y algunos vidrios le cayeron en los ojos, no quedó ciega de milagro, aunque jamás volvió a conducir por el temor del accidente. Se recuperó rápido por su juventud.
El barco camaronero, bajo el mando del capitán mazatleco, desapareció sin dejar rastro, la última vez que lo vieron fue en aguas internacionales a 400 millas del puerto de Mazatlán, Julián nunca supo qué había pasado, en el lustro posterior su primo Tomás vio a alguien muy parecido al capitán asoleándose y tomando piñas coladas en Zihuatanejo.
Juan de la Reguera sacó las uñas, tomó como garantía las propiedades de Julián para sacar préstamos bancarios y nunca los pagó, luego vinieron las órdenes de desalojo y embargos. Logró encarcelar a Julián un tiempo por causas inciertas, en el fondo quería quedarse con su patrimonio.
Lucinda le propuso al mustio de Juan de la Reguera una oferta que no podía ni debía rehusar: o sacaba a Julián de la penitenciaría o ella publicaría documentos comprometedores de él y sus negocios que Julián tenía guardados en la caja fuerte de su casa. Juan de la Reguera, obligado, accedió.
─Esta salvadoreña tiene cojones─ pensó.
A las seis de la mañana del día siguiente Julián abandonó Lecumberri con la moral por los suelos.
A la semana partió con Lucinda a El Salvador.