Este sábado 16 de enero se cumplirán 29 años del fin de guerra civil que vivió El Salvador en una difícil, compleja y trágica década (1981-1992). Sí, guerra civil; no “conflicto armado”, como la derecha salvadoreña se empeñó en sostener (e imponer) y ciertos sectores terminaron por aceptar. Las guerras, por definición, son violentas y dolorosas; hay muertes, desolación y destrucción.
Los Acuerdos de Paz firmados en Chapultepec, México, cuando iniciaba 1992 nos regalaron un enero con augurios esperanzadores acerca de las opciones que se abrían a nuestra nación a partir de ese momento. Continuar con la guerra era continuar en la senda de la destrucción y las muertes violentas por razones políticas. En ese sentido, para ensayar otros caminos, distintos a los del exterminio de los oponentes, lo primero que se tenía hacer era poner fin a la guerra, que se convirtió en la prioridad para quienes tuvieron sobre sus espaldas la responsabilidad de negociar el cese de las hostilidades y, asimismo, los aspectos relativos al desmontaje del aparato militar, paramilitar y policial desde el que se propiciaban prácticas autoritarias y terroristas, es decir, antidemocráticas e inhumanas.
No hay observador informado que no destaque lo efectivo que fueron los Acuerdos de Paz en este propósito esencial. La reforma político-institucional desencadenada por los Acuerdos de Paz dio la pauta para un primer avance (necesario y vital) en la democratización del país, pero la profundización y afianzamiento de la democracia requería de un soporte económico, social, cultural (de bienestar colectivo, educación crítica, vínculos comunitarios) al cual se le dio le espalda en los años que siguieron a la firma de la paz. Al no existir ese soporte, la anomia, la insatisfacción, la antipolítica, el sálvese quien pueda, las desigualdades (viejas y nuevas) y la desmemoria han echado raíces en amplios sectores de la sociedad. He aquí, desde mi punto de vista, el impasse en el que se encuentra la democracia salvadoreña después del espectacular impulso de 1992.
Estamos en 2021. Y una tentación es decir que los 29 años que no separan de 1992 han pasado “como si nada”. Pero no es cierto. Muchas cosas han cambiado; otras, no tanto o, incluso, persisten como parte de las dinámicas de cambio en la continuidad (o continuidad en el cambio) que caracterizan a los procesos históricos.
En un plano específicamente político e ideológico no deja de ser llamativo cómo han cambiado los comportamientos entre oponentes: en los setenta y ochenta los discrepantes eran “enemigos” y las diferencias –como las que ahora se ventilan por doquier– se resolvían con palizas o con un arma de fuego. Así han cambiado, para bien de todos, las cosas en el debate público nacional. Y eso es un logro de los Acuerdos de Paz.
Claro está, no todo es miel sobre hojuelas: abundan los ejemplos de situaciones que son insatisfactorias y que no han sido tratadas adecuadamente desde 1992. El deterioro social, por razones económicas y de violencia criminal, es inobjetable. El bienestar social no es lo que pudo haber sido, debido a la voracidad con la que la derecha salvadoreña administró el aparato económico y estatal desde 1989 hasta 2009. Los dos gobiernos de izquierda no pudieron calmar las ansias de bienestar de amplios sectores sociales ni pudieron impulsar una reforma educativa de amplias miras (no mercantilista) ni lograron fortalecer al Estado. Desde la política y desde la economía se le quedó a deber a la sociedad después de 1992.
Quizá reconocer esto sea un punto de partida para evaluar los Acuerdos de Paz en lo que tuvieron y tienen de positivo, pero también en aquello que les faltó y que podría ser completado con otros acuerdos o una reforma constitucional. En 2022 a lo mejor se genera un espacio de reflexión académica y política en torno a este y otros asuntos de interés nacional.