LONDRES ““ Los historiadores pueden llegar a ver al actor norteamericano Alec Baldwin como el aliado más útil del presidente norteamericano, Donald Trump. Las imitaciones frecuentes y extremadamente populares que hace Baldwin de Trump en el programa cómico "Saturday Night Live" convierten al trumpismo en una farsa, encegueciendo a los opositores políticos e impidiéndoles ver la seriedad de su ideología.
Por supuesto, a los políticos se los parodia todo el tiempo. Pero con Trump ya existe una tendencia a no tomar su política en serio. A la clase burocrática, la forma de esa política -tormentas de tuits desquiciados, mentiras desvergonzadas, pronunciamientos racistas y misóginos y nepotismo descarado- le resulta tan grotesca y repugnante que puede eclipsar la sustancia.
Inclusive aquellos que parecen tomarse a Trump en serio no logran llegar a la raíz del trumpismo. Los demócratas están tan enfurecidos por su misoginia y su xenofobia que no entienden cómo se conecta con muchos de sus ex seguidores. En cuanto a los republicanos del establishment, están tan entusiasmados de tener un "republicano" en el poder implementando políticas conservadoras tradicionales -como la desregulación y los recortes impositivos- que pasan por alto los elementos de su agenda que contradicen sus ortodoxias.
Parte del problema puede ser que Trump salió a ambos lados de la mayoría de los debates principales defendiendo un tipo de política que privilegia la intensidad por sobre la consistencia. Esto puede causar que los observadores de Trump desestimen los intentos de establecer una base ideológica para el trumpismo -como el nuevo periódico American Affairs de Julius Krein- por considerarlo un oxímoron absoluto. Pero el hecho de que Trump no sea un ideólogo no significa que no pueda ser un conducto para una nueva ideología.
El establishment político británico aprendió esta lección por las malas. Durante años, conservadores y liberales por igual subestimaron al thatcherismo. No vieron que detrás del cabello rubio y el tono de voz estridente de Margaret Thatcher había una política revolucionaria que reflejaba y aceleraba cambios sociales y económicos fundamentales.
Thatcher, al igual que Trump, no era una filósofa. Pero no tenía que serlo. Simplemente tenía que atraer a gente capaz de refinar la ideología y el programa político que finalmente llevaría su nombre. Y eso es precisamente lo que hizo.
Aparte de esas ideologías, los primeros en entender el significado del proyecto político de Thatcher estaban en la extrema izquierda: la revista Marxism Today acuñó el término "thatcherismo" en 1979. Esas figuras de izquierda vieron lo que la gente convencional no vio: el desafío esencial que planteaba Thatcher para las estructuras económicas y sociales que habían sido ampliamente aceptadas desde la Segunda Guerra Mundial.
Un editor de esa revista, Martin Jacques, que como muchos otros en ese momento intentó ofrecer una explicación teórica del thatcherismo, recientemente me explicó por qué con tanta frecuencia se subestimó su significado. "El análisis político en ese momento era muy institucional y ligado a las elecciones", dijo. Al poner el foco en "el desempeño de los partidos políticos", explicó, desestimó "los cambios más profundos en toda la sociedad".
Existen fuertes paralelismos entre fines de los años 1970 y el presente. De la misma manera que Thatcher percibió una creciente insatisfacción con el antiguo orden y le puso voz a ideas que se habían estado marchitando en los márgenes, Trump ha reconocido y, en alguna medida, reivindicado la angustia y la furia de un amplio segmento de la clase trabajadora que está harta de los sistemas de larga tradición.
Al igual que Thatcher también, Trump ha atraído a ideólogos listos y dispuestos a definir el trumpismo por él. Adelante y en el centro está Stephen Bannon, el ex presidente ejecutivo de Breitbart News, el hogar ultranacionalista de la derecha alternativa racista, que hoy se desempeña como principal estratega de Trump.
En un discurso en la Conferencia de Acción Política Conservadora, Bannon definió el trumpismo en términos de seguridad nacional y soberanía, nacionalismo económico y la "deconstrucción del estado administrativo". Como señaló, "Somos una nación con una economía. No una economía en algún mercado global con fronteras abiertas".
Esto refleja un conflicto fundamental entre thatcherismo y trumpismo: este último apunta a barrer con el consenso neoliberal de mercados desregulados, privatización, libre comercio e inmigración en el que descansaba el thatcherismo. Pero, aún si las ideas son diferentes, las tácticas son las mismas.
Para consolidar respaldo, Thatcher peleaba cara a cara con enemigos cuidadosamente elegidos -desde mineros británicos hasta el presidente de Argentina, el general Leopoldo Galtieri, y los burócratas en Bruselas-. De la misma manera, como recientemente me dijo Craig Kennedy del Hudson Institute, "Bannon quiere radicalizar a los liberales anti-Trump para que peleen por causas que los alejen de la corriente principal de Estados Unidos". Cada vez que los opositores de Trump marchan por las mujeres, los musulmanes o las minorías sexuales, fortifican la base de respaldo central de Trump.
Jacques sostiene que la incapacidad por parte del Partido Laborista británico de llegar a un acuerdo con el thatcherismo es la razón principal por la que pasó casi dos décadas en el yermo político. Él cree que el primer ministro Tony Blair fue el primer líder en reconocer al thatcherismo por lo que era: una nueva ideología que derribó reglas y presunciones hondamente arraigadas. Pero Blair, asegura Jacques, simplemente se adaptó a la nueva ideología, en lugar de intentar cambiarla.
Nada de esto es un buen augurio para los opositores de Trump, que todavía están muy lejos de reconocer las implicancias ideológicas de su presidencia. En verdad, siguen tan distraídos con la aparente falta de cualidades de liderazgo y hasta de capacidad mental de Trump -que, innegablemente, no se puede comparar con la que mostraba Thatcher- que todavía les falta entender la profundidad de las divisiones y las neurosis que ha expuesto Trump.
Podría resultar catártico decir que Trump es un idiota, y reírse de sus tuits con errores de ortografía y de su corbata sujeta con cinta adhesiva, pero las implicancias de su presidencia son serias. Si los opositores progresistas de Trump no logran involucrarse seriamente con las fuerzas que reflejó y reforzó la victoria de Trump -en particular, la reacción violenta contra el neoliberalismo-, ni siquiera un juicio político bastará para volver a poner al genio trumpiano en su botella.
Mark Leonard es director del Consejo Europeo sobre Relaciones Exteriores.
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