Sobre No me cogeréis vivo (2001-2005)

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Acabo terminar de leer este libro de Arturo Pérez-Reverte –No me cogeréis vivo (Barcelona, Alfaguara, 2017)— y como otros suyos del mismo calado –en los que se recogen sus artículos periodísticos—la sensación que me quedó es de plena satisfacción. He disfrutado las novelas suyas que he podido leer, pero tengo una preferencia fuera de toda medida por sus artículos, que no me gusta leer sueltos, sino de un solo cuando son presentados en forma de libro. Así una vez que abrí la primera página del libro que comento no pude parar hasta que llegué al final, lo cual supuso dejar para después a Dawkins, Gazzaniga y compañía. Tienen que esperar un poco más, hasta que escriba estas líneas para comentar brevemente la obra de uno de mis autores preferidos no por modas o poses, sino porque su sensibilidad y su respeto incondicional con la lengua española no me son ajenos. No puedo evitar comparar a Pérez-Reverte con Joaquín Sabina; ambos, con la aspereza, el sarcasmo, la ironía, el desenfado y la ternura de sus relatos y canciones, sacan a relucir lo mejor de nuestra hermosa lengua compartida. 

No hay espacio suficiente para comentar todos los escritos recogidos en el volumen (nada menos que 537 páginas), así que me hice la pregunta por cuáles son mis preferidos. Y en respuesta he seleccionado cuatro: “La lengua del imperio”, “Sobre mendigos y perros”, “La niña del pelo corto” y “El niño del tren”.  El primero, por la reivindicación de la lengua española, Cervantes y el Quijote. Y los otros tres por la ternura que destilan.

En “La lengua del imperio” Pérez-Reverte de mofa de un “cagatintas local” –así lo llama—que está molesto con él por lo mucho que le gusta “la lengua del imperio”, es decir, el idioma español. Cuenta que un amigo suyo –el mexicano Élmer Mendoza—de visita en Madrid le habla por teléfono para que lo lleve a una librería, pues anda en busca de “un Quijote bueno”. Lo lleva a comprar la edición crítica del Quijote preparada por Francisco Rico. Y aquí viene la joya:

“Pero como aún tenía fresco lo del imperio del otro –escribe Pérez-Reverte—, confieso que sentí una puntada de remordimiento. A ver si no estoy haciendo mal, me dije. A ver si fomento glorias imperiales al regalar un libro franquista por antonomasia, y jodemos la marrana. Pero cuando la miré la cara a Élmer se me quitó la aprensión de golpe. Pasaba las páginas de su Quijote con una expresión de felicidad infinita. Sabes, güey, me dijo. Desde niño, cuando era un hijo de campesinos incultos y empecé a ir a la escuela en Méjico, soñaba con caminar por España con este libro en las manos. Me lo quedé mirando con cara de guasa. ¿A pesar de Cortés y la Malinche, Alvarado, el Templo Mayor y toda la parafernalia?, pregunté. Y Élmer encogió los hombros, sonrió y dijo chale, carnal. No mames. O como decís en España, no me toques los cojones”.

“Sobre mendigos y perros” expresa el amor de Pérez-Reverte por los perros a los que, según dice en alguna parte, prefiere a los seres humanos. El relato trata de un mendigo al que, a una cierta distancia, el autor veía cómo increpaba a un cachorro. “Ve aquí que te voy a matar, decía. Yo estaba inquieto porque, bueno. Uno tiene sus amores y sus reglas. Y la vamos a liar, pensaba. Como le haga daño de verdad, no me va a quedar otra que levantarme e ir a que ese cenutrio me rompa la cara”.

“Y entonces para, mi sorpresa, el fulano agarró al cachorrillo por el pescuezo con una dulzura infinita, le estampó un beso en el hocico, y se lo llevó otra vez de vuelta, acariciándolo, hablándole con una ternura que me dejó hecho polvo. Y cuando al rato me levanté y al paso, como quien no ha visto nada, dejé un billetejo sobre los cartones, pensé a modo de disculpa: nunca se sabe, colega. La verdad es que nunca se sabe”.   

“La niña del pelo corto” y “El niño del tren” hacen parte de una misma historia que es la del amor de Pérez-Reverte por los pequeños: “los de cuatro, cinco años, o así”. El autor vio, desde una verja, a la niña en un patio de recreo con un libro en las manos, sobre la falda. Concentrada, “ajena al griterío del patio”. “Construía un espacio propio, íntimo, en el que mi sonrisa y yo estábamos de más…Y mientras me apartaba con sigiloso respeto de la verja, pensé: “Herodes se equivocó. Quizás ella se salve algún día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos”. El niño subió a un tren en Valencia, en cual viajaría solo, una vez que su madre lo hubo dejado en su asiento. Pérez-Reverte lo observaba –lo mismo que otro señor en el tren— y no dejó de hacerlo. Sus buenas maneras, cortesía y compostura impresionaron gratamente al autor.

“Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochila, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo buenas tardes y salió del vagón… Un niño correcto, educado. Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando llegue el apagón informático, cuando llueva fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón que este chico se salve… Y con suerte, deseé, que se encuentre en alguna parte con aquella niña de pelo corto de la que hablé hace unos meses: la que leía el libro obstinada y solitaria, en el patio de recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a ser ganadoras de Operación triunfo”.

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Luis Armando González
Luis Armando González
Columnista Contrapunto
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