jueves, 29 mayo 2025
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Si le das más poder al poder…

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"El poder no es malo. El problema es quién lo usa, cómo lo usa": Nelson López Rojas.

Por Nelson López Rojas.

…más duro te van a venir a coger” —dice la clásica canción de Molotov.

Vivimos en una era de las emociones delicadas y de corrección política extrema al estilo de “no digás todos, decí, todxs o todes o tod@s”; “no digás dictadura, decí liderazgo fuerte y visionario”. Y es que el poder tiene mala fama. Lo acusan de ser sucio, corruptor, peligroso. Pero ¿y si el problema no es el poder, sino que no nos invitan al juego? Cuándo éramos niños y queríamos jugar, ¿estabas del lado de los escogidos o de los que escogían, de los que decían “ya estamos cabales”? 

Dicen por ahí que “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Pero también está la otra versión, mucho más sincera y encantadora: “Power corrupts. Absolute power is kind of neat” de John Lehmann. Por si no hablás inglés, esta frase dice “el poder corrompe, el poder absoluto es bastante genial” y, seamos honestos, el poder absoluto no solo es neat —es absolutamente genial.

La frase arriba resume a la perfección lo que sienten los poderosos en sus helicópteros mientras los demás tuiteamos indignados desde el tráfico de la Monseñor. Y tenía razón el Lehman, pues, desde que nacemos, ejercemos poder para ser felices y, cuando lo conseguimos, nos sentimos vivos. El poder es placer, y ejercerlo bien es casi un arte, pero el problema es cuando lo usamos solo para beneficio personal.

El poder no necesita ser presidencial ni llegar con escolta. En El Salvador, basta con un uniforme y una barrera para sentirte rey. Los vigilantes que con conos anaranjados deciden dónde y cómo debés estacionarte. “No, joven, ahí no, ahí está reservado”. ¿Reservado para quién? Nadie sabe. Pero él decide. Igual que el portero de la discoteca de moda: observa, juzga y sentencia. Vos podés tener doctorado en Yale y una American Express, pero si no llevás camisa con cuello, no pasás. ¿Querés entrar a una residencial privada? ¡Ja! No depende de vos. Depende de la voluntad sagrada del vigilante, que hoy se siente César. Te pedirán el DUI, una foto, el número de tu amiga, el número de placas, una prueba de ADN y una promesa jurada de que no venís a vender Herbalife. Y, aun así, puede que te digan: “Voy a consultar si la señora lo va a recibir.” Ahí estás, en la calle, bajo el sol, mientras esperás que un exsoldado con gorra decida si sos digno de pasar.

Cierto día, unos amigos me invitaron a una cervecería para celebrar mi cumpleaños. Yo llegué en chancletas. El portero me detuvo como si acabara de robar una embajada: “Tenemos código de vestimenta, señor”. Le dije que mis ocho amigos ya estaban adentro. Nada. Uno de ellos incluso me ofreció sus zapatos, como símbolo de amistad y solidaridad. Pero fiel a mis principios de igualdad y resistencia, me negué. Le dije al portero que no se preocupara, que entonces los ocho se vendrían conmigo. Ellos me habían invitado. Y ahí ocurrió el milagro. Cuando vio que ocho consumidores con sed estaban a punto de marcharse, el portero recitó el inciso segundo de ese memorandum de la Constitución de la República: “Bueno, en este caso podemos hacer una excepción”. Traducción: vimos el poder del pistiyo que se nos esfuma. Pero yo, comprometido con mi cruzada personal contra la corrupción estética, le dije: “No, gracias, no quiero corrupción”. Y todos nos fuimos a otro lugar, donde podías beber en chancletas sin ser tratado como contrabandista.

El poder está en los infames niños pequeños que gobiernan las cenas familiares como déspotas en miniatura, como mini-dictadores. Lloran, chillan, lanzan espagueti, y al final, obtienen lo que quieren: un celular en la mano y “Pocoyó” en la pantalla mientras el restaurante entero contiene la respiración. Y no hay poder humano —ni mesero, ni madre, ni sociólogo de la UCA— que pueda revertir ese dominio. Los niños no negocian. Ordenan. Gobiernan. Son los dictadores originales.

Y hay ingenuos que creen que eso se les pasa con la edad. Pffff, ¡par favar! Lo que pasa es que algunos niños crecen y se vuelven presidentes. Y ya no piden celulares, piden préstamos y presupuestos.

El poder está en los pechos grandes de esa chica que sabe lo que tiene y cómo puede manipular a los hombres; el poder está en el sugar daddy que sabe que harás lo que él te diga a cambio de dinero; el poder está en los estudiantes en universidades privadas que saben que, si se quejan lo suficiente, van a pasar la materia.

Ahora bien, hay quienes siguen creyendo que el poder debe compartirse, que no debe concentrarse en una sola persona porque se sube a la cabeza.  ¡Obvio que se sube a la cabeza! ¿Dónde querés que se quede? ¿En las chimpinillas? ¿De qué sirve tener poder si no es para sentirte como el eje del universo mientras haces tu live desde una camioneta blindada? Solo los que no tienen poder dicen que hay que repartirlo. Los que lo tienen, saben la verdad: sin poder, no sos nada. El poder está hecho para marear, para marearte, para hacerte creer que podés cambiar el mundo con una firma y un trino. Y la verdad es que podés… al menos el tuyo.

Romano Guardini, el teólogo del Papa Francisco, lo explicó mucho mejor, y sin sarcasmo, en su libro El Poder. Dijo que solo se puede hablar de poder real cuando hay dos elementos: “energías reales que puedan cambiar la realidad… y una conciencia que esté dentro de tales energías, una voluntad que les dé unos fines, es decir, no basta con tener el poder, hay que saber para qué lo querés. El poder en manos sin conciencia es apenas un berrinche con uniforme. Poder sin propósito es solo teatro. Poder con voluntad es transformación. 

Yo he tenido cargos en los que podía decidir si el dinero se usaba para fiestas o para arreglarle la casa a alguien. Y ahí entendés que el poder puede ser un arma o una herramienta. Todo depende de la conciencia, del espíritu que lo habita —como también decía Guardini—, de “esa realidad que se encuentra dentro del hombre y que es capaz de desligarse de los vínculos directos de la naturaleza” Pero a veces lo que se encuentra dentro del hombre es solo ego y una cuenta en Panamá.

Pero claro, eso pasa. Ahí está el caso de Mauricio Funes, brillante, carismático, articulado… más ocupado en sus relojes que en su pueblo y atrapado en la dulce trampa del poder sin límites. O los líderes comunales que recogen fondos para arreglar calles, se desaparecen, y el hoyo sigue ahí como si fuera un monumento a la desconfianza.

Y lo vemos ahora con la concentración de poder sin transparencia, sin contrapesos, sin rendición de cuentas. Un poder económico que no fluye hacia el pueblo, sino hacia el mundo de los aviones privados, las mega construcciones, las cuentas encriptadas, los bitcoins…. Y como advertían los mexicanos con su delicadeza habitual: “si le das más poder al poder, más duro te van a venir a coger”.

El poder absoluto no solo es genial y adorable, es rentable, cómodo, y terriblemente adictivo. El problema es que, si no lo cuestionamos, terminamos todos pidiendo permiso para entrar incluso a nuestra propia fiesta. Así que, queridos lectores, no se engañen. El poder no es malo. El problema es quién lo usa, cómo lo usa y si llora lo suficiente como para que le den el celular.

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Nelson López Rojas
Nelson López Rojas
Catedrático, escritor y traductor con amplia experiencia internacional. Es columnista y reportero para ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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