Cada vez nos acercamos más y más a las elecciones del 3 de febrero próximo. Los partidos y candidatos calientan motores para convencer a un electorado sumido en varias crisis: económica, social, moral y a la falta de esperanzas en el sistema.
En las encuestas casi la mitad de la población dice que no sabe por quién votar o que no irá a votar, lo que realmente no significa mucha diferencia al comparar épocas pasadas.
La mayoría de la gente cree que los partidos y los candidatos proponen y proponen, pero las promesas se las lleva el viento, como a las nubes blancas, que al final son sustituidas por nubarrones que anuncian rayos y centellas, y con ello las inundaciones y las desgracias.
Tras la finalización de la guerra civil los salvadoreños creímos en país convivible y vivible, pero la vida en este país a veces parece no valer nada. La violencia criminal no cesa, aunque ciertamente los números promedios de asesinatos y las tasas de homicidio han disminuido, aun se mantienen grandes y amedrentan a la población.
La crisis económica y el alza del costo de la vida hace también que se agigante la desesperanza y la perspectiva del bienestar y la prosperidad, mucho más cuando la inmensa mayoría de las empresas son micro, pequeñas y medianas, empujadas a la pobreza y a la informalidad.
Los hechos de corrupción que se han descubierto han desmoralizado a la sociedad. Y eso que los “descubrimientos” sólo son la punta del iceberg. Dirán que la corrupción viene de antaño, pero eso no justifica los crímenes tan imperdonables como el robo de las arcas públicas.
Este país necesita algo más que promesas. Los cambios tienen que ser de hechos y urgentes; ya no hay cómo ilusionar al tantas veces desilusionado”¦ El rescate de la esperanza debería ser entonces la meta para comenzar a anda a paso firme hacia el verdadero cambio en El Salvador.