jueves, 12 diciembre 2024

Salvadoreños sin Patria a donde regresar ni muertos

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Ayer empecé el día viendo los fontaneros y plomeros que conectan el agua frente a mi casa.  Me sonreí comentando a mi esposa como esos centroamericanos “alfa” no les importa acercarse, unos con máscara otros sin, y ella me respondió, “son los imprescindibles”.  Esta mañana, nuestra realidad como maestros que vivimos en la comunidad donde trabajamos, se ha intensificado. Nos notifican que hay una familia con 5 niños, cuya madre está entubada y el padre en cama con fiebres, ha quedado incomunicada, porque le cortaron el teléfono y se ha quedado sin alimentos y papel higiénico, confinada en su casa sin poder ir ni a recoger la comida que dan en las escuelas.  Como ex-voluntaria del Cuerpo de Paz, que trabajó en África y contrajo Malaria, mi esposa es muy sensible a las víctimas de pandemias. No dudó un segundo en acudir a auxiliar a esa familia salvadoreña.  Mientras me vestía para acompañarle, mi hijo nos preguntó, ¿van a entrar?  Le respondí que teníamos guantes y máscaras para entregar lo que  ellos necesitan. “Que les vaya bien”, nos dice.

La semana anterior habíamos visto los efectos de la pandemia desde las familias desempleadas que necesitan alimentos y la solidaridad de redes de personas generosas y congregaciones religiosas que se erigen en ministerio comunitario. Me sentí muy contento de ver maestras jóvenes y asistentes de maestra, preocupados por sus alumnos y padres de familia desempleados. Hoy, el drama de la pandemia es otro.  La tragedia que presencié en las gradas de un edificio, me hicieron sentir, dolor, pena, rabia y desesperanza.

Después de ver la alegría en la cara de los niños al ver venir la ayuda y la imagen sombría de la abuela cubierta para recibir la visita, me retuerzo en la puerta del carro recordando que tengo un suero que no sé por qué compré hace un mes en Cosco, pensando en mí quizá. Olvidé que aún no me ponía la máscara y me acerque a mi esposa para que lo entregara, puede que ayude con la debilidad que da la fiebre.  Al entrar al auto, le pregunto en qué trabajan los infectados. “Son trabajadores de limpieza”, me responde.  ¿Cuántos años tienen? continúo preguntando.  “La que está en hospital 30 años, el esposo de la señora es mayor,” me responde.

Esos, son los trabajadores imprescindibles que limpian las clínicas, las oficinas de la policía, cuerpo de bomberos, las salas de operación, los pasillos de los hospitales, que recogen la basura y todas las mascarillas, gasas, jeringas y limpian cuanto equipo necesite ser desinfectado para estar listo para atender más pacientes. Esos son los que tienen que vencer día con día el temor a la muerte, porque no pueden darse el lujo que el miedo se les convierta en cobardía, porque consideran peor el desempleo y la deportación que afectaría a sus hijos.

Al igual que muchos inmigrantes, los salvadoreños viven el drama trágico de perder el empleo, perder la capacidad de pagar el alquiler de su vivienda, teléfono y alimentos para sus hijos. La angustia es una de las condiciones que debilitan el sistema inmunológico en las personas, según los médicos.  Ya conozco de una salvadoreña que murió de Covid 19 en sus cuarenta años, y a esta última que esta con sus 30 recibiendo respiración artificial en la unidad de cuidados intensivos de un hospital en el condado.  Es la cuenta de estos pobres que tendrá que ser pagada por el estado si estos mueren, y a la que la única salida política que encuentra el presidente es la deportación, porque le importa más las ganancias e impuestos que generan las empresas.

La familia salvadoreña en Estados Unidos está viviendo una triple tragedia.  Además de sufrir por el miedo que causa la pandemia y sus efectos colaterales, el salvadoreño sufre por el desempleo, el encierro y falta de alimentos de su familia en su país natal.  Pero la tragedia más grave de los salvadoreños en el exterior, es el no tener un país a donde volver, ni muerto. Los salvadoreños en Estados Unidos han luchado arduamente por superar la indiferencia y negligencia de los políticos que siempre los han utilizado de cajero automático para la promoción de sus campañas. Aunque la participación de estos en la política de su país fue más notoria, efectiva y hasta clave en la última elección presidencial, a casi un año del nuevo gobierno la participación de salvadoreños en la administración Bukele es invisible. Esta pandemia lo amenaza de quedarse sin patria y romper nexos con su propia familia.

 Aunque muchos culpan al presidente Nayib Bukele por lo opresivo y represivo de sus políticas de restricción ante el Covid 19, yo le temo más a la cobardía que ha inundado el corazón de muchos compatriotas en su instinto de preservar su propia vida.  El presidente podría morir, ser depuesto o renunciar a la presidencia — pero la actitud y la realidad que divide a los salvadoreños dentro y fuera del país, lejos de mejorarse se empeorarían. El miedo al contagio que percibo entre mis amigos en El Salvador, y su actitud de no permitir a sus coterráneos, que les han ayudado económicamente desde que se fueron, a retornar al país, es terrible.  Si se fuera este presidente, no habría en lo inmediato un substituto que cohesione a El Salvador.  La tragedia mayor es la falta de un liderazgo cohesionador en las instituciones del estado, y en la sociedad civil, que otrora estaba organizada fuera de los partidos políticos. Nayib Bukele es querido por muchos y temido por demasiados en El Salvador. Las pasiones entre un pueblo no cesan por voluntarismo.

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Mauricio Alarcón
Mauricio Alarcón
Columnista Contrapunto
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