Como ha sucedido con todas las iniciativas reformistas a lo largo de nuestra historia, esta vez la publicitada reforma electoral también parece estar condenada a quedarse a medias, sumida en lo inconcluso e inacabado, sujeta, como péndulo inmóvil, al reposo cómplice y a la mediocridad del contenido.
A juzgar por la forma en que los dirigentes políticos tradicionales están manejando el asunto de las reformas en la legislación electoral vigente, hay razones suficientes para sospechar que sus mezquinos intereses acabarán imponiéndose por encima de la importancia y necesidad de una reforma tan profunda como plural y democrática. La llamada clase política tradicional, nacida y deformada en la subcultura del bipartidismo político, no está ni puede estar interesada realmente en cambiar, democratizándolo y modernizándolo, el régimen jurídico que alimenta y da sustento al sistema político electoral prevaleciente en nuestro país.
La razón es muy simple: la arquitectura jurídica del modelo electoral hondureño fue diseñada específicamente para expresar y asegurar el régimen bipartidista que hemos sufrido desde poco más de un siglo. Una vez que la geografía electoral ha cambiado y en el escenario nacional han surgido y se han afianzado nuevos actores políticos, la Ley electoral y de los partidos políticos, aprobada en el año 2004, ha quedado convertida en una especie de camisa de fuerza, malla insalvable que contiene y reprime las energías políticas y sociales de la Honduras posterior al golpe de Estado del año 2009. Tenemos una sociedad cambiante y una ley que todo lo consagra y petrifica. Legislación vieja para regular situaciones nuevas. Un absurdo.
Y si las cosas son así, lo que procede en buena lógica es el cambio de las reglas jurídicas por la vía de una reforma electoral que sea integral y democrática. Hasta aquí, parece haber un consenso. Tanto es así que en el año 2013, los partidos políticos se comprometieron por escrito ante la comunidad internacional a hacer una reforma electoral para poner al sistema político a tono con los nuevos tiempos e introducir sustanciales elementos de democracia, equidad, transparencia y credibilidad en los procesos electorales futuros. Hasta el día de hoy, los firmantes de aquel Acuerdo no han cumplido su palabra ni han dado señales suficientes de que piensan hacerlo en el futuro inmediato. Aparecen ante los ojos del mundo y ante el país entero como falsos y embusteros.
Las reformas, por supuesto, pueden ser de diverso tipo, ya sea para avanzar o para retroceder, para democratizar o para afianzar el status quo autoritario y conservador. Pueden ser integrales y completas o, por el contrario, inconclusas y a medias. La sociedad hondureña necesita una reforma que genere procesos electorales creíbles y transparentes, confiables, que rodeen de legitimidad y respaldo a todas las instituciones del nuevo gobierno. Una reforma semejante deberá ser integral y profunda, si es que quieren en verdad sus patrocinadores modernizar y democratizar el sistema político electoral actualmente vigente.
Pero, a juzgar por lo que estamos viendo y por la forma en que maneja este asunto el Congreso Nacional, todo indica que la reforma que están preparando será, como siempre, parcial e inconclusa, incapaz, por lo tanto, de satisfacer y dar respuesta a las necesidades políticas y el clamor social de la mayoría de nuestros compatriotas.
Una vez más, los dirigentes políticos tradicionales se saldrán con la suya, diseñando una reforma más bien cosmética e inofensiva que no introduzca la democracia en los procesos electorales y sepa mantener incólumes los intereses y privilegios de los barones criollos de la política tradicional.
Las cosas, por lo visto seguirán igual. Sólo nos queda el consuelo de la frase aquella que levanta los ánimos y avizora lo que viene: “Lo único bueno en esta situación, es que cada vez se pone peor”.