Por Félix Ulloa (hijo)
Ah! La muerte, siempre presente en nuestras vidas. A veces nos aterroriza con su presencia mítica portando la afilada guadaña, con la que se supone que corta los hilos de la vida. Otras, trae calma a los espíritus agitados, que en el tumulto diario tiemblan y dan vueltas, buscando explicaciones que nadie tiene.
Los días en que la muerte llamó a su puerta, su fatal presencia era más frecuente que lo habitual. Todos la esperábamos como la visita inexorable de cada día. Todos parecíamos personajes de una narrativa dramática marcada por la fatalidad. Y de hecho lo fuimos. Caímos mutilados, masacrados, ignorados, inquilinos anónimos de una historia sangrienta, donde el grito: “Compañeros caídos en la lucha, hasta la victoria siempre” resonaba en todos los funerales, para aquellos que, como el Rector Mártir, tuvieron esa posibilidad. Porque fueron miles a los que nunca volvimos a ver y sus restos yacen enterrados en lugares desconocidos, para ellos sólo pudimos corear: “Los masacrados serán vengados”. Una venganza que nunca llegó, y que se convirtió más bien en vergüenza. Eran días en los que las madres, las viudas y los huérfanos, podían acompañar, con razón, a Nietzsche en su grito ¡Dios ha muerto! Y agregar la acotación: ustedes lo mataron. Señalando con el dedo acusador a quienes con su indolencia y complicidad, toleraban y promovían ese estado de terror; con tanta responsabilidad, como los esbirros cubiertos con la sangre inocente de miles de salvadoreños.
Por eso, Félix Ulloa nunca quiso aceptar escoltas ni guardaespaldas; y ante la insistencia de los que se preocupaban de su seguridad, solía decir: “cuando me llegue el día quiero irme solo”. No quería cargar sobre sus hombros la responsabilidad de que se perdieran otras vidas, para salvar (o tratar de salvar) la suya. Este hecho explica por qué cuando salió del quirófano, consciente y lúcido, aún sin poder hablar por el disparo que le había destrozado la mandíbula, lo primero que hizo fue pedir lápiz y papel, y en la libreta que se le dio escribió: “¿Cómo está don Alfredo? ¿Sufrió alguna herida?”. Estaba preguntando por su conductor, don Francisco Alfredo Cuellar. Por supuesto, no le dijeron que el pobre señor había muerto en el acto.
Todo el tiempo estuvo consciente y comunicándose con su familia a través de ese cuaderno en el que anotó sus ideas, sus dudas y sus decisiones. Tuvo la maravillosa oportunidad de firmar los títulos de doctor en medicina de su hija Ana Margarita y su yerno José Octavio, quienes se graduarían de médicos en esa primera ceremonia de la UES en el exilio, la cual se llevó a cabo, con su nombre, en un auditorio de la UCA.
No veía la muerte como una fatalidad, sino como un evento ineludible, para el cual uno debe estar preparado. No recuerdo haberle escuchado repetir la icónica frase del Che cuando se refiere a la posibilidad de morir, hecho casi natural y voluntariamente aceptado por todo revolucionario al momento de empuñar las armas. El Che lo dijo así: “En cualquier lugar donde la muerte nos sorprenda, bienvenida sea, siempre y cuando ese, nuestro grito de guerra, haya llegado a un oído receptivo, y otra mano se extienda para tomar nuestras armas”.
Lo que sí recuerdo claramente es verlo sentado en su sillón favorito junto a la radiola Telenfunken, escuchando “El pájaro de fuego” de Stravinsky y con un libro en la mano, casi siempre leyendo poesía. Por cierto, nunca olvidaré la tarde de un sábado lluvioso, cuando corrientes de agua y lodo bajaban desde el cerro El Imbo, inundando las calles del barrio San Juan, de Chinameca; y él, impávido, esta vez escuchando la suite El Cascanueces de Tchaikosvsky, leía a Darío. Quizás para contrarrestar el fuerte sonido de la lluvia golpeando con fuerza e insistencia el techo de tejas, comenzó a leer en voz alta, casi declamando “El Coloquio de los Centauros”.
De repente, dejó de leer ese maravilloso poema de Rubén Darío, se quedó pensativo, escuchando la monótona caída de la lluvia, que había disminuido y se escuchaba como una leve sinfonía de sonidos mágicos. Levantó la mirada, como si tratara de alcanzar un horizonte infinito y lejano, y reanudó el poema. Alzó un poco la voz en estos versos, que sin duda presagiaban, con mucha anticipación, su encuentro con esa divina doncella:
“ARNEO
La Muerte es de la Vida la inseparable hermana.
QUIRÓN
La Muerte es la victoria de la progenie humana.
MEDÓN
¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia
ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia.
Es semejante a Diana, casta y virgen como ella;
en su rostro hay la gracia de la núbil doncella
y lleva una guirnalda de rosas siderales.
En su siniestra tiene verdes palmas triunfales,
y en su diestra una copa con agua del olvido.
A sus pies, como un perro, yace un amor dormido.
AMICO
Los mismos dioses buscan la dulce paz que vierte.
QUIRÓN
La pena de los dioses es no alcanzar la Muerte.”
La vida eterna de los dioses, a la que muchos mortales aspiran como una contradicción dialéctica, donde la antítesis a la muerte debería ser la inmortalidad y que a muchos conduce a la búsqueda de la mítica fuente de la juventud, es exactamente lo que el Centauro Quirón nos quiere presentar como un castigo. La muerte entonces, como dice Amico, es la dulce paz que nos llega como como alivio a los avatares de la vida. Es esa paz, ese descanso del guerrero que Roque Dalton reclama en su poema “Alta hora de la noche” cuando en sus primeros versos plantea:
“Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendría la muerte y el reposo”.
La Muerte, ah! La Muerte. ¿Cuándo aprendimos a quererla? ¿Cuándo aprendimos a odiarla? ¿Cómo entendimos que es el punto de llegada de todas y cada una de las criaturas vivientes? Mueren los animales, mueren las plantas, morimos los seres humanos. Todos, todos, todos morimos…moriremos. Por ello vale recordar a Mijail Málishev, cuando dice:
“Quizá el hombre se convirtió en hombre desde el momento que empezó a enterrar los cadáveres de sus congéneres, inventó el ritual funerario y elaboró las creencias en la supervivencia o en la resurrección, en el más allá, de los fallecidos. En todo caso el hombre es el único ser vivo que tarde o temprano sabe que va a morir y, por tanto piensa no solo en cómo va a vivir, sino también en cómo va a morir. Ante la amenaza del arribo de la muerte, el hombre identifica al hombre y se identifica a sí mismo como ser humano.”
Una tarde calurosa, como todas las tardes en la ciudad de León, Nicaragua, decidí visitar la catedral para conocer la tumba de Rubén Darío; una peregrinación que ningún amante de la poesía puede omitir una vez llega a esa legendaria ciudad. Fue mi primer y único encuentro con ese sacrosanto lugar, pues no acostumbro visitar iglesias, con raras excepciones, como la visita que hice a la iglesia de Saint Dunstan en Canterbury, Inglaterra donde fui a la bóveda para conocer la tumba donde yacen los restos de Margaret Roper, la hija de Santo Tomas Moro, que pidió ser enterrada con el cráneo de su padre, decapitado por orden de Enrique VIII, en la Torre de Londres, donde se ordenó enterrar su cuerpo en la capilla de San Pedro ad Vincula, en la misma torre. Respetando la solemnidad del lugar y el momento, me detuve a leer en una lápida de mármol situada en el piso, un breve texto memorial que explicaba que en ese lugar se encontraba enterrada la cabeza de quien alguna vez fuera Canciller de Inglaterra, decapitado el 6 de julio de 1535.
Como dije, no soy muy aficionado a visitar iglesias, aunque en casos extraordinarios como en Canterbury o en León, no podía dejar de visitar ambos santuarios, dadas las connotaciones históricas que ambos templos católicos contienen y su significado.
De manera que entré a la catedral y pude observar, cerca del altar, al pie de la columna dominada por la figura del apóstol San Pablo, que sobre la tumba donde yacen los restos del bardo de América, había un monumento, el cual a pesar de su sencillez, me pareció una alegoría visual muy emotiva. Estaba compuesto por un león que parecía dormitar, más doliente que tranquilo, con la cabeza reclinada sobre una de sus garras, protegiendo un escudo, donde está grabado el nombre del poeta junto al escudo nacional de Nicaragua, mientras en la otra garra sujetaba una rama de laurel.
La voz popular sostiene que dicha obra, propia de un Miguel Ángel o un Carpaux criollo, la elaboró don Jorge Bernabé Navas Cordonero un hombre de humilde cuna, nacido en la lacustre ciudad de Granada, sin estudios académicos ni formación artística; en cuya hoja de vida se podría mencionar su experiencia como albañil. Cuentan los lugareños que estando don Bernabé trabajando en León, decorando la catedral bajo la dirección del obispo, recibió de su parte el encargo de hacer un monumento para la tumba del poeta, que aún vivía, pero se encontraba en estado agónico.
Realizada mi visita, y pagada esa deuda histórica/cultural, dejé la emblemática ciudad que acogió los restos del máximo representante del modernismo literario en lengua española. De regreso a Managua, pasé por el cementerio municipal y en su pórtico principal, leí una frase que me estremeció enormemente, recordándome y recordándonos una verdad eterna, que la vida y los quehaceres cotidianos, aunque quizás sea más justo decir nuestras ambiciones y deseos, nos hacen olvidar con frecuencia.
En el frontispicio con letras indelebles y de forma lapidaria estaba escrito: “MORS OMNIA AEQUAT”.
Si cada día que nos despertamos, además de agradecer y disfrutar ese nuevo amanecer, recordáramos esa sentencia, estoy seguro que seríamos mejores seres humanos, sabiendo que todos somos iguales ante la muerte. Sin duda, consciente de ello, en la antigua Roma el emperador Marco Aurelio, apodado “El Sabio”, a quien le gustaba pasear por las calles y plazas de la ciudad eterna, donde se le vitoreaba y aclamaba como a un semidiós, iba acompañado por un esclavo que caminaba algunos pasos detrás de él y cuando los vítores y las aclamaciones arreciaban, el siervo se acercaba discretamente y le susurraba al oído “Recuerda, solo eres un hombre.”
Más precisos aun en la búsqueda de nuestro rol en este mundo materializado e insolidario, sabiendo que nada nos llevamos cuando morimos, vale la pena recordar a Alejandro Magno, cuando pidió a sus generales los 3 deseos al momento de su muerte:
1. Quiero que los mejores médicos carguen mi ataúd para mostrar que no tienen ningún poder sobre la muerte.
2. Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para que todos puedan ver que los bienes materiales que aquí se conquistan, aquí se quedan.
3. Quiero que mis manos queden fuera del ataúd para que las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías y nos vamos con las manos vacías.
De manera que lo único que queda de nosotros son las acciones que realizamos y los frutos que ellas dieron, los cuales harán felices o infelices a otros seres humanos. Nada más, puesto que nuestro destino está definido desde el mismo momento en que nacemos: “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”. Nos convertiremos en polvo.
Y con seguridad, lo digo con plena conciencia y tomándole el peso a mis palabras: las buenas obras, las buenas acciones, la noble vida y su entrega al bien común, por el cual vivió, luchó y murió Félix Ulloa, son los que lo hacen trascender ese umbral de la muerte física, y con la dicha de ser recordado por su pueblo, ¡vivirá para siempre!